"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)14. GRAZZIMe he arrepentido de muchas cosas a lo largo de mi vida, y supongo que todo el mundo puede decir lo mismo. Pero no me lamento de naderías, de cosas pueriles, cosas como discutir con mi padre o tontear con una mujer que no era la mía. Lo que lamento es haber tenido que aprender la más amarga de las lecciones sobre el modo en que la ambición personal puede llevar a un hombre, en contra de su voluntad y de su naturaleza, a jugar un papel en acontecimientos que harán que la historia le colme de oprobio y de vergüenza. Yo tenía un buen empleo. Era agradable ser ministro plenipotenciario italiano en Atenas por la sencilla razón de que el coronel Mondini y yo no teníamos la menor idea de que iba a haber una guerra hasta que se declaró la guerra. Se podría pensar que Ciano, Badoglio o Soddu nos lo podrían haber dicho, se podría pensar que nos iban a dar un par de meses para preparar las cosas, pero no, ellos nos dejaron seguir adelante con las lindezas propias de la diplomacia. Me da rabia que haya estado asistiendo a recepciones y obras de teatro, organizando proyectos conjuntos con el ministro de educación, asegurando a mis amigos griegos que el Duce no tenía intenciones hostiles, diciendo a la comunidad italiana que no había necesidad de hacer las maletas, para luego descubrir que nadie se había tomado la molestia de decirme lo que estaba pasando, y que no disponía de tiempo para hacer mis propias maletas. Yo no tenía otra pista que los rumores y las bromas. O lo que yo creía eran bromas. Curzio Malaparte, ese esnob imbécil con su irónico y retorcido sentido del humor y esa avidez por las guerras que alentaban sus artículos periodísticos, vino a verme un día y me dijo: «Mi querido amigo, el conde Ciano me ha dicho que le diga que puede hacer usted lo que guste, porque él está decidido a declarar la guerra a Grecia, y que en un día no muy lejano piensa entrar con los albanos de Jacomoni en territorio griego.» Así fue como lo dijo, entre irónico y burlón, lo que me hizo suponer que era una broma, aparte del hecho de que esa cacatúa es capaz de decir cualquier cosa, aun la más ridícula, falsa o intranscendente, en la medida en que contenga algún indicio de que él es amigo personal de Ciano. La otra pista de que disponía surgió a raíz de que Mondini fue al aeropuerto a recibir a un oficial del servicio de inteligencia; éste le dijo que la guerra iba a estallar al cabo de tres días y que Bulgaria invadiría al mismo tiempo. También le dijo que todos los oficiales griegos habían sido sobornados. Naturalmente, telegrafié a Roma y hablé con el embajador búlgaro. Roma no me dio respuesta y el embajador búlgaro me dijo (como así resultó ser) que su país no tenía ninguna intención de entrar en guerra. Eso me tranquilizó, pero ahora pienso que Ciano y el Duce sólo trataban de confundirme o bien de mantener abiertas sus propias opciones. Quizá intentaban confundirse el uno al otro. El coronel Mondini y yo, sumidos en el mayor pesimismo, hablamos en mi despacho de la posibilidad de volver a la vida civil. Las cosas se volvieron cada vez más incomprensibles. Por ejemplo, Roma me pidió que enviara a un miembro de mi legación para recibir «instrucciones urgentes y confidenciales», pero como Ala Littoria no proporcionó ningún vuelo, nadie pudo desplazarse a Italia. Después el Palazzo Chigi telegrafió para decir que llegaría un correo en vuelo especial, pero quienquiera que fuese no se presentó nunca. Los miembros de la comunidad diplomática de Atenas me presentaban peticiones para que hiciese algo a fin de impedir una guerra, y lo único que pude hacer fue ruborizarme y tartamudear, porque me encontraba en la insostenible situación de ser un embajador que no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo. Mussolini y Ciano me humillaron; nunca les perdonaré el que me obligaran a confiar en la agencia Stefani como única fuente de información. ¿Información? Nada más que mentiras, e incluso los griegos sabían más que yo de la inminente invasión. Lo que pasó fue lo siguiente: la Compañía Nacional de Teatro griego representaba una función especial de Metaxas y el rey no asistieron, pero de todos modos la fiesta fue estupenda. Había un enorme pastel coronado por la frase «Viva Grecia», y habíamos cubierto las mesas con las banderas griega e italiana entrelazadas simbolizando nuestra amistad. Asistieron poetas, dramaturgos, profesores, intelectuales y también representantes de la vida elegante y la comunidad diplomática. Mondini estaba espléndido en su uniforme de gala cubierto de medallas, pero advertí que a medida que iban llegando telegramas de Roma el coronel palidecía y parecía encogerse dentro de su guerrera hasta aparentar que la repudiaba o que la había pedido prestada a otro. Fue una situación horrible. Los que venían con los telegramas tuvieron que fingirse invitados, y mientras yo leía los mensajes, uno tras otro, la sangre se me heló. Hube de dar palique a gente mientras me invadía una progresiva oleada de horror y repugnancia. Me avergonzaba de mi gobierno, sentía rabia de que me hubieran tenido en la inopia, me sentía incómodo ante mis amigos griegos, y una y otra vez oía dentro de mi cabeza la misma pregunta: «¿Es que no saben qué es una guerra?» Un novelista me preguntó si me encontraba bien, ya que había palidecido y me temblaban las manos. Al examinar los rostros del resto de nuestra legación, comprobé que todos habían experimentado la misma reacción; éramos perros a los que se ordenaba morder la mano de quien nos daba de comer. La primera parte del ultimátum del Duce llegó la última, y yo no supe lo que estaba pasando hasta las cinco de la madrugada. Me sentía cansado y enfermo e ignoro si me alivió o me angustió el recibir la orden de no entregarla hasta las tres de la madrugada del 28 y esperar respuesta hasta las seis. Por lo visto «el Dictador que no duerme» (que, como supe después, lo hacía y de qué manera) estaba decidido no sólo a desencadenar la destrucción sino a mantenernos en vela día y noche. El 27 el jefe del Estado Mayor griego convocó a Mondino para negar que los incidentes fronterizos y la explosión en Santi Quaranta tuviesen relación con Grecia. Mondini volvió deprimido y me contó que Papagos le había humillado haciéndole una única pregunta: «¿Cómo es posible que sepa usted quién es el autor de estos atentados si nadie sabe quién lo ha hecho y no ha habido detenciones?» Mondini trató de apaciguarle diciéndole que probablemente era cosa de los británicos, a lo que Papagos se echó a reír y dijo: «Supongo que estará enterado de que cada palmo de la frontera está guardado por patriotas griegos dispuestos a derramar hasta la última gota de sangre.» Mondini compartía mi vergüenza e impotencia; Badoglio tampoco le había informado de nada. Más tarde, Badoglio me reveló que él mismo no había sido informado pese a ser jefe de nuestro Estado Mayor en Italia; ¿cómo iba a haber guerra si ni siquiera el comandante en jefe estaba al corriente de que la iba a haber? Mondini y yo hablamos otra vez de dimitir, mientras fuera los atenienses se ocupaban como siempre de sus bulliciosos asuntos. Era un espléndido día de otoño, pero Mondini y yo sabíamos que muy pronto aquella belleza y aquella paz serían perturbadas por las sirenas y las bombas; pensar en ello resultaba repulsivo, sacrílego incluso. Empezaron a llegar lívidos delegados de la comunidad italiana en Atenas, temerosos de ser internados y perseguidos en caso de guerra. Me vi obligado a mentirles y los despedí con el corazón en un puño. Al final los griegos tuvieron el muy honroso gesto de intentar evacuarlos, y nuestra propia Fuerza Aérea los bombardeó por error en Salónica. Mi entrevista con Metaxas fue el momento más doloroso de mi vida; después de aquello fui repatriado, pero no vi al conde Ciano hasta el 8 de noviembre. Normal, pues la campaña estaba siendo un fiasco y Ciano no quería oírme decir «se lo advertí». De hecho no quería ni verme, prueba de ello es que no dejó de interrumpir y de cambiar de tema. En mi presencia telefoneó al Duce y le dijo que yo había dicho cosas que no había dicho, y luego me aseguró que la campaña de Albania terminaría en sólo dos semanas. Más adelante, como yo empezara a insistir sobre la verdad del asunto, me envió a Anfuso para que me aconsejara tomarme unas vacaciones, y supongo que ése fue el fin de mi carrera. ¿Quieren saber qué pasó en mi entrevista con Metaxas? ¿No se ha escrito ya suficiente sobre ello? No me gusta recordarlo. Verán, yo admiraba a Metaxas, y lo cierto es que éramos amigos. No, no es verdad que Metaxas dijera «No» y ya está. Bueno, de acuerdo, lo contaré. Al chófer, que era griego pero no recuerdo cómo se llamaba, lo mandamos a su casa de modo que fue Mondini quien condujo el coche hasta la villa de Kifisa. De Santo venía en calidad de intérprete, aunque a la postre no hicieron falta sus servicios. Partimos a las dos y media de la madrugada con las estrellas brillando en lo alto como diamantes, y la noche era tan apacible que ni siquiera tuve que abotonarme la chaqueta. Llegamos a la villa, un edificio modesto de las afueras, a las dos y cuarenta y cinco. El comandante de la guardia se hizo un lío -debió de confundir nuestra bandera tricolor con la francesa- y telefoneó a Metaxas para decirle que el embajador francés quería verle. En otras circunstancias la cosa habría resultado divertida. Mientras esperaba oí el susurrar de los pinos e intenté divisar al búho que ululaba en un árbol. Sentí mareos. Metaxas acudió en persona a la puerta de servicio. Estaba muy enfermo, saben, y su aspecto era patético, aspecto de burgués que sale a buscar el periódico o a llamar al gato. Llevaba un batín con estampado de flores blancas. Uno siempre espera que el atuendo nocturno de las personalidades sea más digno. Me miró a la cara entrecerrando los ojos, vio que era yo y exclamó con beneplácito. – Ah, monsieur le ministre, comment allez-vous? No recuerdo qué respondí, pero supe que Metaxas sospechaba que había venido a darle el beso de judas. Imagino que sabrán ustedes que se estaba muriendo, y el peso que tenía en el alma debía de ser ya indescriptiblemente grande. Fuimos a una pequeña sala de estar repleta de muebles baratos y de esas chucherías que tanto parecen gustar a los griegos de clase media. Metaxas era un político honesto, comprenden. Jamás fue acusado de corrupción ni siquiera por sus enemigos ni por los comunistas, y viendo su casa era fácil deducir que los fondos del Estado nunca habían contribuido a su embellecimiento. Era la antítesis perfecta del Duce. Me ofreció un sillón de piel. Supe más adelante que la viuda de Metaxas no dejaba sentar a nadie en él. El primer ministro se sentó en un sofá tapizado de cretona. Hablamos todo el rato en francés. Le expliqué que mi gobierno me había encargado hacerle entrega de una nota urgente. Él la tomó y la leyó lentamente, varias veces, como si se tratara de algo intrínsecamente increíble. Chasqueó la lengua como hacen los griegos para indicar rechazo y empezó a sacudir la cabeza. La nota decía que Grecia se había aliado con los británicos, que había violado las reglas de la neutralidad, que había provocado a Albania… y concluía con unas palabras que nunca olvidaré: «Italia no puede tolerar por más tiempo esta situación. Por tanto, el gobierno italiano ha decidido pedir al gobierno griego, como garantía de la neutralidad de Grecia y de la seguridad de Italia, autorización para ocupar ciertas zonas estratégicas en territorio griego mientras dure el actual conflicto con Gran Bretaña. El gobierno italiano pide al gobierno griego que no se oponga a dicha ocupación y que no ponga obstáculos al libre paso de las tropas que deben llevar a cabo esta misión. Estas tropas no vienen como enemigas del pueblo griego. Mediante la ocupación de ciertos puntos estratégicos, dictada por necesidades eventuales y puramente defensivas, el gobierno italiano no pretende menoscabar la soberanía ni la independencia de Grecia. El gobierno italiano pide al gobierno griego que dé inmediatamente las órdenes oportunas para que dicha ocupación tenga lugar de forma pacífica. Caso de que las tropas italianas encuentren resistencia, ésta será sofocada por las armas, y el gobierno griego asumirá la responsabilidad de las consecuencias que de ello se siguieran.» Noté que las gafas de Metaxas se empañaban y que detrás de ellas había lágrimas. Es duro ver a un hombre poderoso, a un dictador, reducido a un estado así. Le temblaban las manos; era un hombre duro, pero apasionado. Seguí sentado enfrente de él con los codos sobre las rodillas, sintiéndome profundamente avergonzado de la insensatez y la injusticia de esta aventura en que me veía metido. Yo también tenía ganas de llorar. Él me miró y dijo: – Alors, c'est la guerre. Así que ya ven, no dijo «okhi» como creen los griegos; no fue tan simple como un «No», pero significaba lo mismo. Tenía la misma firmeza y la misma dignidad, e idéntica finalidad. – Mais non -repuse, sabiendo que mentía-, puede usted aceptar el ultimátum. Le quedan tres horas. Metaxas enarcó una ceja, casi con compasión, porque sabía que yo no estaba hecho para la deshonra, y replicó: – II est impossible. En tres horas es imposible despertar al rey, hacer venir a Papagos y transmitir órdenes a todos los puestos fronterizos. Muchos no tienen ni teléfono. – Il est possible, néanmoins -insistí yo, y el meneó la cabeza. – ¿Qué zonas estratégicas quieren ustedes ocupar? -Puso un énfasis sarcástico en la palabra «estratégicas». Incómodo, me encogí de hombros y dije: – Je ne sais pas. Je suis désolé. Él me miró otra vez, ahora con cierta expresión divertida en los ojos. – Alors, vous voyez, c'est la guerre -dijo. – Mais non -repetí, y le dije que esperaría una respuesta definitiva hasta las seis de la mañana. Me acompañó a la puerta. Él sabía que nuestra intención era ocupar toda Grecia cualquiera fuese su respuesta, y sabía que si nos plantaba cara a nosotros acabaría teniendo que plantar cara a los alemanes. – Vous êtes les plus forts -dijo-, mais c'est une question d'honneur. Aquélla fue la última vez que vi a Metaxas. Murió el 29 de enero de un flemón en la faringe que había degenerado en absceso provocándole una toxemia. Murió deseando que los británicos hubieran podido enviarle cinco divisiones acorazadas, pese a que sin ellas había logrado transformar nuestra blitzkrieg (guerra relámpago) en una ignominiosa retirada. Le dejé allí de pie en su florido batín: un hombrecillo ridículo a ojos de casi todo el mundo, un hombrecillo con la maldición a cuestas de una hija famosa por su intransigencia, un hombrecillo que sin haber sido elegido acababa de hablar conmigo como verdadero portavoz de todo el pueblo griego. Era el momento más sublime de Grecia y el más ignominioso de mi país. Metaxas se había ganado un puesto en la historia entre los libertadores, los césares y los reyes, mientras que yo partía abatido y avergonzado. Bueno, ya les he contado lo que pasó. Espero que estén contentos. |
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