"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)15. L'OMOSESSUALE (4)No dimos parte al coronel Rivolta porque no teníamos orden de hacerlo. Se suponía que estábamos muertos. Pero los comunicados contenían numerosas referencias a «incidentes fronterizos» perpetrados por griegos, «esos lacayos de los británicos». El ejército era presa de una sombría sensación de ultraje y todo el mundo, salvo Francesco y yo, tiraba de la cuerda como podía. Nosotros no dijimos nada. Nos parecía un milagro que no nos hubieran dado una ametralladora que se encasquillase a la primera ráfaga. Pero sí hablábamos a menudo entre nosotros, y nuestra complicidad incrementó nuestra sensación de aislamiento mutuo. Nos sentíamos terriblemente traicionados antes de que ello se convirtiera en la sensación predominante en el corazón de todo soldado italiano destacado en los montes del Epiro. Nos dieron medallas por lo que habíamos hecho y órdenes de no llevarlas puestas. Nos ordenaron también no decir a nadie que las habíamos ganado. Nos habían obligado con engaños a convertirnos en cómplices de un asesinato pero, de todas formas, no nos las habríamos puesto. Francesco y yo hicimos un pacto: algún día le meteríamos una bala en la cabeza al coronel Rivolta. Yo quería desertar pero no quería abandonar a mi amado. De todos modos existía una imposibilidad física, puesto que habría tenido que atravesar a pie cordilleras y yermos inhóspitos. Habría tenido que buscar la manera de llegar a Italia por mar. Y después ¿qué? ¿Ser arrestado? La única opción que medité seriamente fue cruzar la frontera con Grecia. Me habría convertido en el primero de los muchos soldados italianos que se sumaron a la alianza antifascista. Los acontecimientos se anticiparon a mis planes. Nuestro imprevisto éxito debió de impresionar a alguien, puesto que Francesco y yo fuimos provisionalmente separados de nuestra unidad y enviados a un campo secreto de entrenamiento próximo a Tirana. Tras un viaje cuyo recorrido fue hecho nuevamente a pie en su mayor parte, llegamos allí con la esperanza de ser adiestrados para comandos especiales. Reconozco que ambos estábamos entusiasmados ante esa perspectiva, como lo habría estado cualquier joven en nuestra situación. Imaginen nuestra consternación e incredulidad cuando descubrimos que los instructores éramos nosotros. Imaginen nuestros recelos cuando se nos dijo que adiestrásemos a ciento cincuenta albanos en el arte del sabotaje. Imaginen nuestra hilaridad cuando nos emborrachamos y hablamos de todo el asunto. ¿Qué pintábamos nosotros allí? Habíamos realizado una sola operación y ya nos consideraban expertos. Aquellos albanos eran unos extravagantes e hiperbólicos bandidos balcánicos, y ninguno hablaba una palabra de italiano. Nosotros no hablábamos albano. Teníamos más o menos una semana para entrenarlos. El proyecto era supervisado por el propio Jacomoni; nos habíamos convertido en cómplices de una conspiración oficial para crear incidentes «griegos» que proporcionaran al Duce la excusa razonable para declarar la guerra. Así de cínica era la cosa. El Duce debía de creer que Grecia sería una conquista fácil que le proporcionaría algo que oponer a la blitzkrieg de Adolf Hitler. Los supuestos comandos albanos estaban todos sobrados de peso, parecían tener todos unos enormes mostachos, eran todos unos borrachos, unos asesinos lujuriosos y ávidos que ignoraban lo que era el trabajo o la honradez. A juzgar por sus nombres eran todos musulmanes, es decir, tenían que detenerse a rezar en el momento más inoportuno, pero Francesco y yo llegamos rápidamente a la conclusión de que ninguna clase de sentimiento religioso o humano había hecho mella en ellos. Los llevamos de maniobras, pero Francesco y yo éramos los únicos que llegábamos al final. Les enseñamos a disparar ráfagas cortas de ametralladora, pero ellos vaciaban las cartucheras a la primera y combaban los cañones por exceso de calor. Les enseñamos combate cuerpo a cuerpo, pero sólo conseguíamos que nos amenazaran con el cuchillo en contadas ocasiones. Les enseñamos supervivencia, pero lo que hacían era desviarse de la ruta para visitar tabernas en plena noche. Les enseñamos a destruir postes de telégrafos e instalaciones telefónicas, pero uno de ellos se electrocutó el pene meando en un transformador. Les enseñamos a eliminar torres de vigilancia e hicimos que construyeran una, pero ellos se negaron a destruirla porque les había costado mucho trabajo levantarla. Les enseñamos a fomentar la rebeldía entre la población civil, pero la población civil se rebeló precisamente contra nuestros albanos. Sólo tuvimos éxito cuando les enseñamos a asesinar generales y a crear confusión abriendo fuego tras las líneas enemigas: lo demostraron matando a tiros a uno de los guardianes del campo y acribillando luego un burdel con la intención de desplumar a los proxenetas. Al término del período de adiestramiento, los comandos recibieron una gruesa suma de dinero en efectivo y fueron soltados en territorio griego con la intención de iniciar el proceso de desestabilización. Todos sin excepción desaparecieron con el dinero y nunca más se supo de ellos. Francesco y yo recibimos nuevas medallas por nuestra «extraordinaria contribución» y fuimos enviados a nuestra unidad. Sucedieron varias cosas más. Un avión lanzó panfletos «griegos» sobre nosotros animando a los albanos a levantarse contra los italianos y unirse a los británicos. Lo identificamos casi de inmediato como uno de nuestros aviones, y algunos soldados más estúpidos no lograron comprender por qué promovíamos la deserción entre los nuestros. Nuevos puestos fronterizos fueron atacados por nuestros propios soldados disfrazados de griegos, y algunos albanos recibieron disparos al azar para hacerles creer que necesitaban que les protegiésemos. En realidad varios albanos nos dispararon también a nosotros, pero la versión oficial fue que habían sido los griegos. El gobernador general dispuso que volaran sus propias oficinas para que el Duce pudiera finalmente declarar la guerra. Cosa que hizo cumplidamente, poco después de haber ordenado una desmovilización que nos dejó con muy pocas tropas y ninguna esperanza razonable de obtener refuerzos. He contado todo esto como si fuera divertido, pero realmente fueron acciones propias de locos. Nos habían dicho que los griegos estaban desmoralizados y corrompidos, que desertarían para unirse a los nuestros, que aquello sería una expeditiva guerra relámpago, y que el norte de Grecia estaba repleto de irredentistas desleales que deseaban la unión con Albania; pero nosotros sólo queríamos volver a casa. Yo sólo deseaba amar a Francesco. Nos enviaron a la muerte sin transporte, sin equipo, sin tanques dignos de tal nombre, una aviación que estaba casi toda en Bélgica, tropas insuficientes y ni un solo oficial por encima del rango de coronel que supiera algo de táctica. Nuestro comandante rehusó los refuerzos porque pensó que tendría más mérito ganar la batalla con un ejército pequeño. Otro imbécil. Yo no deserté. Puede que todos fuéramos imbéciles. Me llena de una incalculable amargura describir aquella campaña. Aquí, en la soleada y recóndita isla de Cefalonia, entre sus joviales habitantes y sus macetas de albahaca, me parece inconcebible que ocurriera lo que ocurrió. Aquí en Cefalonia me tumbo al sol y contemplo los concursos de baile entre habitantes de Lixouri y habitantes de Argostolion. Aquí en Cefalonia me dedico a soñar con el capitán Antonio Corelli, un hombre lleno de alegría que siempre está pensando en mandolinas y que no podría ser más distinto del desaparecido y amado Francesco, pero al que quiero igual. Qué estupendo era estar en la guerra. Cómo silbábamos y cantábamos mientras hacíamos los preparativos, mientras los correos motorizados iban y venían frenéticamente como abejas, qué divertido era cruzar una frontera extranjera sin encontrar resistencia, qué halagador era considerarse los nuevos legionarios del nuevo imperio que iba a durar diez mil años. Cuán gratificante era pensar que pronto nuestros aliados alemanes oirían hablar de victorias similares a las suyas. Cómo cobrábamos fuerzas al jactarnos de nuestro papel en el famoso Pacto de Acero. Yo marchaba al lado de Francesco mirando el balanceo de sus miembros y las gotitas de sudor que le caían por la cara. De vez en cuando él me miraba y con una sonrisa me decía: «Dentro de dos semanas, Atenas.» La noche del 28 de octubre. Con municiones para cinco días y acarreando nuestras propias provisiones a falta de mulos, fuimos enviados al este para tomar el paso de Metsovon. ¡Cuán ligeros nos sentimos aquella noche al quitarnos las mochilas de las espaldas! ¡Qué bien dormimos y cuán entumecidas teníamos las extremidades a la primera luz de la mañana! Supimos que no iban a venir refuerzos porque hacía muy mala mar y los británicos estaban hundiendo nuestros barcos. Cantamos canciones sobre victorias imposibles. Nos tranquilizaba la idea de que estábamos bajo las órdenes directas de Prasca. Qué estupendo era estar en una guerra… hasta que el tiempo nos volvió la espalda. Tuvimos que avanzar penosamente entre el barro. Nuestros aviones no podían despegar por culpa de las nubes. Éramos diez mil hombres calados hasta los huesos. Nuestras veinte armas pesadas sucumbieron a los cenagales y nuestros pobres muslos, maltratados y apaleados, se afanaron inútilmente en sacarlas de allí. Nos aseguraron que el Duce había optado por una campaña de invierno a fin de eludir el riesgo de malaria; pero no nos garantizaron ropa de abrigo. Las tropas albanesas que nos acompañaban empezaron a evaporarse. Quedó claro que los búlgaros no iban a luchar de nuestra parte; los griegos hacían llegar refuerzos a través de la frontera búlgara. Nuestro sistema de comunicaciones y aprovisionamiento quedó inutilizado antes de haber disparado por primera vez. Los soldados griegos no desertaron. Mi fusil empezó a oxidarse. Me proporcionaron una munición que no servía. Nos enteramos de que no habría cobertura aérea y que por error un burócrata había ordenado regresar a Turín a nuestros camiones Fiat 666. Daba lo mismo. Los camiones se hundían en el lodo igual que la artillería. Talones que un día habían chocado altivos al cuadrarse para saludar se juntaban ahora con viscoso golpe sordo, y todos empezamos a suspirar por el polvo amarillo del 25 de octubre. Seguros de una victoria fácil, seguimos nuestra penosa marcha sin dejar de cantar que en dos semanas estaríamos en Atenas. Aún no habíamos disparado ni siquiera una bala. Pensábamos que los griegos no ofrecían resistencia porque sus fuerzas armadas eran débiles y cobardes, cosa que nos alborozaba. Pero a uno se le ocurrió que los griegos habían previsto nuestra táctica y se habían retirado a una elástica defensa a fin de concentrar sus efectivos. Marchamos bajo una lluvia inexorable y cubiertos de lodo, mientras allá arriba la niebla se arremolinaba en torno al titánico monte Smolikas y los griegos esperaban pacientemente. Cómo odio las polainas. Nunca he entendido su utilidad. Odié tener que ponérmelas exactamente como mandaban las ordenanzas, y ahora las odiaba por la forma en que aglutinaban pegajosas glebas de tierra amarillenta y filtraban al interior de mis botas el agua helada. La piel de los pies se me puso blanca y empezó a pelarse. Los cascos de los mulos, pese a reblandecerse y descarnarse, seguían arrojándonos fango que nos chorreaba de pies a cabeza. Francesco y yo entramos en una casa y encontramos en la pared una fotografía del rey Jorge y el general Metaxas. Robamos un impermeable y varios pares de calcetines secos. Había una comida a medio terminar, no se había enfriado aún, y nos lo comimos todo. Después estuvimos varias horas preocupados, temiendo que la hubiesen envenenado y dejado allí a propósito. No había griegos, estábamos ganando sin pelear. Olvidamos que algunos de nosotros habíamos gritado consignas pacifistas a los milicianos fascistas y que los habíamos molido a palos cuando los encontrábamos por la noche. Alcanzamos el río Sarandaporos y comprobamos que no disponíamos de zapadores ni de equipo para construir puentes. Se trataba de un torrente grande que arrastraba restos de puentes volados y cadáveres de carneros cimarrones. Francesco me salvó la vida cuando fui arrastrado por la corriente mientras intentaba pasar una ametralladora. Era la primera vez que me cogía en brazos. Oímos que alguien había visto tropas griegas esconderse en el bosque. «Cobardes», dijimos entre risas. El infierno del Sarandoporos se repitió al llegar al río Vojussa. Francesco dijo: «Dios no está en nuestro bando.» Odio las polainas. A mil metros de altitud el agua que había dentro se helaba. Cuando el agua hiela, se dilata. Ya sé que esto suena a una perogrullada, pero en el caso de las polainas el efecto es doble. El hielo pesa mucho. El hielo constriñe las piernas cortando el flujo sanguíneo a los pies. Se pierde la sensibilidad. Suspirábamos por las escuchimizadas barracas que habíamos dejado atrás en Albania. Comprendimos que las armas pesadas habían quedado a varios kilómetros de distancia y ya no nos darían alcance. «Dentro de semanas, Atenas», dijo Francesco, torciendo la boca con ironía. La guerra es estupenda, hasta que alguien muere. El día 1 de noviembre mejoró el tiempo y un francotirador abatió a nuestro cabo. Se oyó un chasquido entre los árboles y el cabo dio un paso atrás alzando los brazos al aire. Luego giró hacia mí sobre un pie y cayó de espaldas a la nieve con una mancha púrpura brillándole en mitad de la frente. Los hombres se lanzaron cuerpo a tierra y dispararon mientras un pelotón rodeaba el pinar en busca de un enemigo que ya se había evaporado. Se oyó el estampido de un mortero, el silbido del proyectil al caer entre nosotros, el grito de un pobre recluta del Piamonte cuando la metralla le desgarró las piernas, y luego un terrible silencio. Me di cuenta de que estaba cubierto de sanguinolentos trozos de carne humana que se estaban congelando ya en mi uniforme. Recogimos a los heridos y vimos que no había modo de llevarlos detrás de las líneas. Francesco me puso una mano en el hombro y dijo: «Si me hieren pégame un tiro en la cabeza.» Los menospreciados griegos nos habían llevado a posiciones donde podían rodearnos e interceptarnos fácilmente, pero aun así apenas los veíamos. Estábamos atrapados en el fondo de los valles, y desde los caminos veíamos a los griegos aparecer y esfumarse como espectros en los taludes superiores. Nunca sabíamos cuándo nos iban a atacar ni de dónde. Unas veces los morteros parecían disparar desde atrás, otras desde los flancos o desde delante. Girábamos como derviches. Disparábamos a fantasmas y a cabras montesas. El heroísmo de los invisibles griegos nos desconcertó. Surgían de la tierra misma y caían sobre nosotros como si fuéramos los violadores de sus madres. Su actitud nos impresionaba. En la Cota 1289 asustaron de tal manera a nuestros albanos que éstos emprendieron la fuga, disparando a los carabinieri que intentaban detenerlos. El noventa por ciento de aquel Batallón Tomor desertó. Todo nuestro frente rotó en sentido contrario a las agujas del reloj -actuando nosotros de eje-, desprovisto de los dos brazos de nuestras líneas. Sin apoyo aéreo. Soldados griegos con uniforme británico y casco de soldado inglés nos ametrallaron y nos bombardearon con sus morteros, pero no hubo manera de verlos. «Dentro de dos años, Atenas», dijo Francesco. Estábamos completamente solos. Los griegos tomaron Samarini y se situaron detrás de nosotros. No comíamos otra cosa que galletas secas que se descamaban como escrófula. Nuestros caballos empezaban a morir. Los pequeños caballos griegos lanzaban sus jinetes contra nosotros, pero éramos muy duros de pelar. Se nos ordenó retirarnos a Konitsa y tuvimos que retroceder peleando contra los soldados que nos rodeaban. Nos habíamos vuelto gente anónima. Llevábamos largas y gruesas barbas, éramos sepultados por tormentas de aguanieve, teníamos los ojos hundidos e inyectados en sangre, nuestros uniformes desaparecían bajo coágulos de mugre congelada, nuestras manos parecían desgarradas por gatos y nuestros dedos se agarrotaban como cachiporras de plomo. Francesco tenía el mismo aspecto que yo y yo tenía el mismo que los demás; nuestra vida era neolítica. En cuestión de días nos convertimos en esqueletos que hozaban como cerdos en busca de comida. Por fin un día vimos un bombardero italiano. Le hicimos señas, el aparato nos sobrevoló y lanzó una bomba que no nos alcanzó por muy poco pero mató a tres mulos. Cortamos la carne a tiras y nos la comimos cruda mientras aún estaban calientes y dando los últimos estertores. Las radios dejaron de funcionar. Era evidente que los griegos estaban concentrando tropas precisamente en los sitios donde éramos más débiles. Empezaron a disparar contra destacamentos aislados y a hacerlos prisioneros. «Qué suerte tienen esos cabrones -decía Francesco-, seguro que en Atenas hace calor.» De noche dormíamos los dos acurrucados uno contra otro para darnos calor. Yo estaba demasiado exhausto para la lujuria. Todos dormíamos así. Yo sólo quería protegerle. A nuestro comandante le dieron la patada y lo sustituyeron por el general Soddu. Luego Visconti Prasca perdió su puesto como jefe del XI Ejército. ¡Cómo caen los poderosos! Prasca era un meteoro que había degenerado en pedo incandescente. Todos nuestros jefes eran pedos incandescentes, empezando por Mussolini, que los había elegido. Nos retiramos hacia Konitsa como un coloso herido al que persiguieran jaurías de perros furiosos. Aquello fue un infierno de ametralladoras y artillería, de morteros y hielo. La población civil nos acosaba con escopetas y tirachinas. Transcurrió una semana entera sin tregua ni comida. Se producían batallas casi a quemarropa durante ocho horas consecutivas. Perdimos a cientos de camaradas. Las montañas se convirtieron en una congregación de muertos. Seguimos peleando, pero perdimos nuestros corazones. La tierra aparecía sumida en una gran oscuridad. Francesco hablaba con su ratón incluso en mitad de una emboscada o de una batida lateral, y todos estábamos al borde de la locura. Llegamos a nuestra primitiva posición en el puente de Perati tras haber sacrificado en vano una quinta parte de nuestras tropas. Miré en derredor y sentí el palpable horror de la irrecuperable ausencia de unos hombres a los que había llegado a amar y cuyo indómito valor nadie debería poner en tela de juicio o impugnar a la ligera. La guerra es una cosa maravillosa. En película y en los libros. Gladiators, Wellingtons y Blenhaims empezaron a aparecer en el cielo, y así los ingleses se sumaron a los puñales griegos que hurgaban en nuestras heridas. El general Soddu pasó revista y nos comparó con el granito. «¿Sangraba el granito en el Gólgota?», preguntó Francesco. |
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