"El Secreto Génesis" - читать интересную книгу автора (Knox Tom)8Aquella era una suave y cálida noche de Sanliurfa. En el vestíbulo de su hotel, Rob encontró a Christine sentada en un sillón de piel mientras trataba de no inhalar el humo de los puros que fumaban tres empresarios turcos sentados cerca de ella. Estaba tan chic como siempre -vaqueros elegantes, sandalias y una blusa sin mangas bajo una chaqueta de punto de color aguamarina. Sonrió al ver a Rob, pero éste pudo notar el estrés en el borde de sus ojos. Iban a casa de Franz Breitner a tomar algo. Una cena para celebrar el gran éxito de la última campaña de excavaciones: la datación de Gobekli Tepe. – ¿Está lejos? – A veinte minutos andando -contestó Christine- y unos treinta minutos en coche. Está justo después del mercado. Los restaurantes y cafeterías estaban abarrotados tras el letargo de la tarde. El olor a cordero de los asadores giratorios invadía las bulliciosas calles donde el polvo se arremolinaba. Los taxistas hacían tocar el claxon; un lisiado en silla de ruedas anunciaba a viva voz los periódicos de Ankara del día anterior; los vendedores de pistachos colocaban sus carretillas con la parte delantera acristalada. Rob respiró con avidez el exotismo de la escena. – ¿Compramos vino para llevar a la casa de Franz? Christine se rió. – ¿En Sanliurfa? Pasaron por una torre con reloj y se adentraron en la ciudad antigua. Rob echó un vistazo a las viejas columnatas, los quioscos donde se vendían llamativos juguetes de plástico y las infinitas tiendas de teléfonos móviles. Había varios cafés al aire libre llenos de kurdos fornidos que fumaban en narguile, comían de los platos de delicias turcas y miraban a Christine de manera atenta. Nadie bebía alcohol. – ¿No venden bebidas alcohólicas? ¿En ningún sitio? -Rob sintió cómo su buen humor caía en picado. No había tomado una cerveza ni un vaso de vino en tres días. Bebía mucho, lo sabía, pero de ese modo era como se enfrentaba al estrés de su trabajo. Especialmente después de Bagdad. Y tres días sin alcohol era suficiente tiempo como para confirmar algo que ya sabía: no estaba hecho para la abstinencia. – En realidad, creo que hay un par de tiendas de licores en las afueras de la ciudad. Pero es igual que conseguir costo en Inglaterra. Son todas muy clandestinas. – Dios mío. – ¿Qué esperabas? Ésta es una ciudad musulmana. – He estado en unas cuantas ciudades musulmanas, Christine. Pero pensé que Turquía era laica. – La gente cree que los kurdos están algo occidentalizados. -Sonrió-. Pues no. Sobre todo, los que hay por aquí. Algunos de ellos son especialmente conservadores. – Imagino que estoy acostumbrado a Palestina y Líbano. Incluso en Egipto puedes tomarte una maldita cerveza. Christine le pasó un reconfortante brazo por encima del hombro y le abrazó. Su sonrisa era sarcástica, pero cariñosa. – La buena noticia es que Franz tiene bastantes licores. Los trae de Estambul. – ¡Gracias a Dios! – – Soy americano, Christine. – Ahí tienes. Mira. ¡Los estanques de peces! Habían llegado al verde y dulce oasis del centro de la ciudad. Las pequeñas teterías centelleaban bajo la luz del crepúsculo; los jóvenes turcos caminaban cogidos de la mano por los caminos de árboles alineados. Al otro lado de las aguas de los estanques, los hermosos arcos de una mezquita brillaban como el oro antiguo. Christine y Rob observaron a un grupo compuesto por una gran familia: los hombres vestidos con pantalones holgados y las mujeres cubiertas con velos negros. Rob pensó en el calor sofocante que aquellas mujeres debían sufrir a lo largo del día y sintió un automático rencor en nombre de ellas. Sin embargo, Christine no parecía darse cuenta. – La Biblia dice que Job nació aquí, y también Abraham. – ¿Cómo? – Urfa. -Christine señaló hacia la empinada colina que se alzaba más allá de los estanques de peces y los jardines, en lo alto de la cual había un castillo medio derruido en el que una bandera colgaba fláccida bajo el calor sin viento y entre dos columnas corintias. – Algunos estudiosos piensan que esto es Ur, la primitiva ciudad que aparece en el Génesis. Los acadios, los sumerios, los hititas…, todos ellos vivieron aquí. La ciudad más antigua del mundo. – Pensé que era Jericó. – ¡Bah! -se rió Christine-. ¡Jericó! Un simple mozalbete. Este lugar es mucho más antiguo. En la ciudad vieja, detrás del bazar, hay gente que todavía vive en cuevas excavadas en las rocas. -Christine miró hacia atrás a los estanques de peces. Unas mujeres envueltas en sus velos daban pan a los bancos de excitadas carpas-. Las carpas son negras porque han nacido para ser las cenizas de Abraham. Dicen que si ves un pez blanco en el estanque irás al cielo. – ¡Eso es fantástico! ¿Podemos ir ya a cenar? Christine se rió de nuevo. A Rob le gustaba su risa afable. De hecho, le gustaba mucho Christine: su académico entusiasmo, su inteligencia y su buen humor. Sintió un inesperado deseo de compartir sus pensamientos más íntimos con ella; mostrarle una fotografía de la pequeña Lizzie. Reprimió el instinto. La joven francesa gesticulaba mucho, con entusiasmo. – La casa de Breitner está justo después del bazar, subiendo esta cuesta. Podemos echar un vistazo al bazar si quieres. Tiene un caravasar auténtico del siglo XVI construido por los abasidas con algunos elementos más antiguos y… -lo miró y después se rió-. O también podemos ir directamente a tomar una cerveza. El camino era corto pero empinado, por detrás del zoco. Unos hombres que llevaban bandejas de plata con té y aceitunas venían en dirección contraria y todos ellos se quedaron mirando a Christine. En la acera de enfrente se encontraba inexplicablemente un sofá de color naranja. El olor del pan caliente sin levadura invadía los estrechos callejones. En mitad de aquello había una casa muy antigua y hermosa, con balcones y cierres de estilo mediterráneo. – La casa de Breitner. Te gustará su mujer. Christine tenía razón. A Rob le gustó la esposa de Franz, Derya, una mujer vivaz, laica y elegante de unos treinta y tantos años que no llevaba pañuelo en la cabeza ni velo y que hablaba un inglés excelente. Cuando no se mofaba de la cabeza calva de Franz o de su obsesión por los «menhires», atendía a Rob y a Christine y al resto de los arqueólogos que se habían reunido para aquella cena. Y la comida era buena: un espléndido bufé de embutido de cordero, arroz en hojas de parra, exquisitas pastas de nueces, grandes y empalagosos trozos de baclava y rodajas de sandía fresca de color rosa verdoso. Y lo que era aún mejor, tal y como Christine le había prometido, había abundante cerveza turca fría y un buen vino tinto de Capadocia. Un par de horas después, Rob se sentía relajado, cordial y feliz, contento de escuchar a los arqueólogos discutir sobre Gobekli. Para su fortuna, pensó Rob, mantenían la conversación principalmente en inglés, aunque tres de los cuatro hombres eran alemanes y el otro ruso. Y la medio francesa Christine. Mientras mordisqueaba su tercer trozo de baclava seguido de su cerveza Efes, Rob trató de seguir la conversación. Uno de los arqueólogos, Hans, preguntaba a Franz sobre la ausencia de restos humanos. – Si se trata de un complejo funerario, ¿dónde están los huesos? Franz sonrió. – ¡Los encontraremos! Ya te lo dije. – Pero eso lo comentaste la campaña pasada. – Y la anterior -apuntó un segundo hombre que estaba al lado con un plato de aceitunas y queso de oveja. – Lo sé. -Franz se encogió de hombros alegremente-. ¡Lo sé! El director de la excavación estaba sentado en el sillón de piel más grande de la sala de estar. Detrás de él, el antiguo ventanal se abría sobre las calles de Sanliurfa. Rob podía oír la vida nocturna de la ciudad a lo lejos. Un hombre le gritaba a sus hijos en la casa de enfrente. Una televisión retumbaba en la cafetería que había al fondo de la calle; probablemente emitían fútbol turco, a juzgar por los vítores y abucheos de los clientes. Quizá se tratara del Galatasaray contra el equipo local, Dyarbakir. Turcos contra kurdos. Como la rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona, pero mucho más insano. Derya les servía más baclava directamente de la caja de cartón plateado de la pastelería. Rob se preguntó si podría morir de empacho. Franz gesticulaba ante sus subalternos. – Pero si no es un santuario o un complejo funerario, ¿entonces qué es? Los otros dos expertos se encogieron de hombros. Franz siguió hablando. – ¿Y qué son los nichos, si no para los huesos? – Estoy de acuerdo con Franz -intervino Christine, acercándose-. Creo que los cadáveres de los cazadores eran llevados allí para ser descarnados… Rob eructó con mucha educación. – Perdón. ¿Descarnados? – Prácticamente todas las religiones proceden de esta zona -dijo Christine-. La descarnadura es un proceso funerario a través del cual se lleva el cuerpo a un lugar especial y después se abandona para que los animales salvajes, los buitres o las aves de rapiña se lo coman. Como dice Franz, todavía se puede ver esto en las religiones zoroástricas de la India. Lo llaman enterramientos al cielo. Los cadáveres son abandonados a los dioses del cielo. De hecho, muchas de las primitivas religiones mesopotámicas adoraban a dioses con formas de águilas y halcones. Como el demonio asirio que vimos en el museo. – Es muy higiénico. Como forma de enterramiento. La descarnadura. -Fue Iván el que interrumpió, el experto más joven, el paleo-botánico. Franz asintió enérgico y dijo: – De todos modos, ¿quién sabe? Puede que quitaran los huesos más tarde. O puede que los desplazaran cuando Gobekli quedó sepultado. Eso puede explicar la ausencia de esqueletos en el yacimiento. Rob estaba confuso. – ¿A qué te refieres con que «Gobekli quedó sepultado»? Franz dejó su plato vacío sobre el parqué pulido. Cuando levantó la vista tenía la sonrisa de satisfacción de alguien que está a punto de revelar un cotilleo suculento. – ¡Ése, amigo mío, es el mayor misterio de todos! Y no lo mencionaban en el artículo que leíste. Christine se rió. – ¡Ya tienes tu exclusiva, Rob! – Alrededor del año 8000 antes de Cristo… -Franz hizo una pausa para darle emoción- todo Gobekli Tepe fue enterrado. Sepultado. – Pero… ¿cómo lo sabéis? – Las colinas son artificiales. El suelo no ha sufrido un incremento aleatorio. Todo el complejo del templo fue ocultado deliberadamente con toneladas de tierra y barro alrededor del año 8000 antes de Cristo. Lo escondieron. – ¡Vaya! Menudo disparate. – Lo que hace que sea aún más sorprendente todo el trabajo que debió de costar. Y, por tanto, lo inútil que fue. – ¿Por qué? – Para empezar, piensa en el esfuerzo de construirlo. Levantar los círculos de piedra de Gobekli y cubrirlos con relieves, frisos y esculturas debió de ser un proceso de décadas, incluso puede que de siglos. Y todo ello en un tiempo en el que la esperanza de vida era de veinte años. -Franz se limpió la boca con una servilleta-. Imaginamos que este pueblo de cazadores-recolectores pudo vivir en una zona en tiendas de campaña hechas de piel mientras construyeron el emplazamiento y que se servían de la caza del lugar para alimentarse. Así una generación tras otra. Y todo ello sin artesanía de cerámica, agricultura, ni más herramientas que los pedernales. Christine se acercó un poco más. – Creo que igual ya he aburrido bastante a Rob con esto. El periodista levantó la mano. – No, de verdad. No es aburrido. ¡En serio! -Lo decía de verdad; su artículo iba aumentando a lo largo del día-. Sigue, Franz, por favor. – – Sí. ¿Y por qué lo hicieron? Franz golpeó ambas manos contra sus muslos. – ¡De eso se trata! ¡No lo sabemos! Nadie lo sabe. Lo acabamos de confirmar este mismo mes, así que no hemos tenido oportunidad de pensarlo. -Sonrió-. Fantástico, ¿ja? Derya le ofreció a Rob otra botella de cerveza Efes. Él la aceptó y se lo agradeció. Se estaba divirtiendo. Nunca imaginó que la arqueología fuera entretenida ni tampoco desconcertante. Pensó en el misterio del templo enterrado. Después observó a Christine mientras ésta hablaba con sus colegas y sintió un diminuto y ridículo atisbo de celos que de inmediato sofocó. Estaba allí para escribir una historia, no para enamorarse patética e infructuosamente. Y la historia se estaba volviendo más emocionante de lo que había esperado. El templo más antiguo del mundo descubierto junto a la ciudad más antigua del mundo, construido por los hombres antes de la rueda, cavernícolas de la Edad de Piedra con una curiosa maestría. Y después, esa enorme catedral neolítica, ese Carnac kurdo, ese Stonehenge turco -Rob se imaginaba ahora su reportaje mientras en su cabeza iba escribiendo los párrafos-, todo ese maldito templo fue deliberadamente enterrado bajo toneladas de polvo antiquísimo, oculto durante toda la vida, como el más terrible de los secretos. Y Levantó la mirada. Había estado inmerso en un ensueño periodístico durante unos diez minutos. Se había dejado llevar por su trabajo. Le gustaba su profesión. Era un hombre afortunado. La pequeña fiesta estaba llegando a su apogeo. Alguien sacó una vieja guitarra y todos cantaron unas cuantas canciones. Luego pasaron el raki para una última ronda de bebidas y, después, una vez más. Rob sabía que se estaba emborrachando demasiado. Antes de hacer el ridículo y quedarse dormido sobre el suelo de madera decidió que tenía que irse a casa, así que se dirigió hacia la ventana para respirar algo de aire fresco y prepararse para presentar sus excusas. En el exterior, las calles estaban mucho menos ruidosas. Sanliurfa era una ciudad que se iba a la cama a una hora avanzada porque dormía durante toda la tarde, pero ya eran casi las dos de la madrugada. El único sonido real procedía directamente de abajo. Había tres hombres en la calle, justo bajo las elegantes ventanas de Franz Breitner. Entonaban una extraña canción en un tono grave, casi como un cántico religioso. Llamaba la atención que tuvieran delante de ellos una pequeña mesa de caballetes llena de velas casi apagadas. Rob observó a los hombres y a las llamas de las velas alrededor de medio minuto. Después se giró y vio que Christine se encontraba en el otro extremo del salón de Franz hablando con Derya. Rob le hizo señas para que se acercara. Christine se asomó a la ventana, vio a los hombres que seguían cantando y no dijo nada. – Es bonito, ¿verdad? -dijo Rob en voz baja-. ¿Es una especie de himno o canto religioso? Pero cuando se giró para mirarla pudo ver que ella tenía la cara pálida y muy tensa. Parecía asustada. |
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