"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)TRES
Me despierta el chirrido prolongado de los frenos. Estoy mucho más hundido entre los rollos de lona de lo que lo estaba cuando me quedé dormido, y me siento desorientado. Tardo un segundo en caer en la cuenta de dónde me encuentro. El tren frena a trompicones y resopla. Blackie, Bill y Grady se ponen en pie y salen por la puerta sin decir palabra. Una vez se han ido, Camel se acerca caminando con dificultad. Se agacha a mi lado y me empuja. – Venga, chaval -dice-. Tienes que salir de aquí antes de que lleguen los hombres de la lona. Voy a intentar colocarte con Joe el Loco esta mañana. – ¿Joe el Loco? -digo mientras me siento. Me pican las espinillas y el cuello me duele como un hijo de puta. – El jefazo de los caballos -dice Camel-. Bueno, del ganado de carga. August no le deja ni acercarse a los animales de pista. La verdad es que seguramente sea Marlena la que no se lo permite, pero no hay ninguna diferencia. Y tampoco te lo permitirá a ti. Con Joe el Loco por lo menos tienes una oportunidad. Hemos tenido una racha de mal tiempo y terrenos llenos de barro y algunos de sus hombres se hartaron de trabajar como esclavos y se largaron. Se ha quedado un poco escaso de personal. – ¿Por qué le llaman Joe el Loco? – No lo sé exactamente -dice Camel. Se escarba dentro de las orejas y examina sus hallazgos-. Creo que pasó algún tiempo en el manicomio, pero no sé por qué. Y tampoco te sugeriría que lo preguntaras -se limpia el dedo en los pantalones y se dirige tranquilamente hacia la puerta. «¡Bueno, vamos allá! -dice volviéndose a mirarme-. ¡No tenemos todo el día! -se apoya en el marco de la puerta y desciende con cuidado sobre la gravilla. Me pego una última y violenta rascada a las piernas, me ato los zapatos y le sigo. Nos encontramos junto a una gran explanada cubierta de hierba. Más allá se ven algunos edificios de ladrillo desperdigados, iluminados a contraluz por el resplandor previo al amanecer. Cientos de hombres desaseados y sin afeitar bajan del tren y lo rodean, como las hormigas al caramelo, maldiciendo, rascándose y encendiendo cigarrillos. Rampas y pasarelas caen al suelo con estrépito y yuntas de seis y ocho caballos se materializan de la nada y ocupan el terreno. Aparece un caballo tras otro, percherones de cola cortada que bajan las rampas con ruidosas pisadas resoplando y piafando, con sus arreos ya puestos. Unos hombres sujetan las puertas correderas a ambos lados de las rampas e impiden que los caballos se acerquen demasiado a los bordes. Un grupo de hombres se acerca a nosotros con las cabezas gachas. – Buenos días, Camel -dice el cabecilla según pasa a nuestro lado y sube al vagón. Los demás se suben detrás de él. Rodean un fardo de lona y lo llevan en vilo hacia la entrada, jadeando por el esfuerzo. Lo mueven más o menos cincuenta centímetros y cae levantando una nube de polvo. – Buenos días, Will -dice Camel-. Oye, ¿tienes un pito para un anciano? – Claro que sí -el hombre se incorpora y se tantea los bolsillos del pecho. Mete los dedos en uno de ellos y saca un cigarrillo torcido-. Es Bull Durham -dice mientras se estira para ofrecérselo-. Lo siento. – La picadura me va bien -dice Camel-. Gracias, Will. Muy agradecido. Will me señala con un pulgar. – ¿Quién es ése? – Un novato. Se llama Jacob Jankowski. Will me mira y luego se gira y escupe por la puerta. – ¿Cómo de nuevo? -dice sin dejar de dirigirse a Camel. – Totalmente nuevo. – ¿Ya le has colocado? – No. – Vale, pues has tenido suerte -se toca el sombrero mirándome-. No te duermas, chaval, si sabes lo que quiero decir -y desaparece en el interior. – ¿Qué quiere decir? -pregunto, pero Camel se aleja. Acelero el paso para alcanzarle. Ahora hay cientos de caballos entre los hombres desaseados. A primera vista la escena parece caótica, pero para cuando Camel enciende el cigarrillo se han formado varias docenas de equipos que se arriman a los vagones de plataforma y empiezan a empujar los carromatos hacia las pasarelas. En cuanto las ruedas delanteras de una carreta tocan la pendiente de madera, el hombre que tira de su eje se retira de su trayectoria de un salto. Y hace muy bien. La carreta, cargada con un gran peso, desciende la pasarela a toda velocidad y no se detiene hasta un par de metros más allá. A la luz del día puedo ver lo que anoche no podía: las carretas están pintadas de escarlata, con rebordes dorados y ruedas con radios, y todas ostentan el nombre de EL ESPECTÁCULO MÁS DESLUMBRANTE DEL MUNDO DE LOS HERMANOS BENZINI. Tan pronto como se enganchan las yuntas a las carretas, los percherones tiran de sus arreos y arrastran sus pesados lastres por el terreno. – Cuidado -dice Camel agarrándome del brazo y tirando de mí hacia él. Se sujeta el sombrero con la otra mano y aprisiona el cigarrillo entre los dientes. Tres hombres a caballo pasan al galope. Giran y atraviesan el terreno a lo largo, luego recorren su perímetro y, finalmente, lo vuelven a atravesar en dirección contraria. El que va al mando mueve la cabeza de un lado al otro, examinando el terreno a fondo. Lleva las dos riendas con una mano y con la otra saca de una bolsa de cuero estacas con banderines que clava en la tierra. – ¿Qué está haciendo? -pregunto. – Delimitando el terreno -contesta Camel. Se detiene delante de un vagón de animales-. ¡Joe! ¡Eh, Joe! Una cabeza se asoma por la puerta. – Tengo aquí a un novatillo. Recién salido del cascarón. ¿Crees que te puede servir para algo? Una figura desciende por la rampa. Se levanta el ala de su sombrero con una mano a la que le faltan tres dedos. Me estudia detenidamente, lanza por la boca una bola de oscuro jugo de tabaco y vuelve a entrar. Camel me da unas palmaditas de felicitación en el brazo. – Ya has sido aceptado, chaval. – ¿Ah, sí? – Sí. Ahora vete a palear mierda. Te veré más tarde. El vagón de ganado es un caos inenarrable. Me pongo a trabajar con un chico llamado Charlie que tiene la cara suave como una niña. Ni siquiera le ha cambiado la voz. Después de haber sacado por la puerta a paletadas lo que parece una tonelada de estiércol, hago una pausa y contemplo toda la mierda que queda todavía. – Pero ¿cuántos caballos meten aquí? – Veintisiete. – Dios. Deben de ir tan apretados que no podrán ni moverse. – Ésa es la idea-dice Charlie-. Una vez que se ha subido el último caballo, ninguno de ellos puede bajarse. De repente, las grupas de los caballos que vi anoche adquieren sentido. Joe aparece en el umbral de la puerta. – Ya han izado la bandera -gruñe. Charlie suelta la pala y se dirige a la puerta. – ¿Qué pasa? ¿Adónde vas? -pregunto. – Han izado la bandera de la cantina. Sacudo la cabeza. – Lo siento. Sigo sin entender. – Manduca -dice él. Eso sí que lo entiendo. Yo también tiro la pala. Han brotado tiendas de lona como champiñones, aunque la mayor, evidentemente la gran carpa, todavía se ve extendida en el suelo. Hay hombres sobre sus costuras, doblados por la mitad y uniendo sus piezas con sogas. Imponentes postes de madera, en los que ya ondea la bandera nacional, se elevan en el centro. Con los cables que los cuelgan, aquello da la impresión de ser la cubierta y la arboladura de un barco de vela. A lo largo de su perímetro, equipos de ocho hombres armados de martillos clavan estacas a una velocidad pasmosa. Cuando uno de los martillos acierta en la estaca, ya hay otros cinco en movimiento. El ruido resultante es tan rítmico como el de los disparos de una ametralladora y se hace oír por encima de todo el barullo. Otros equipos levantan los inmensos postes. Charlie y yo pasamos junto a un grupo de diez que unen sus fuerzas para tirar de un cabo mientras un hombre desde fuera les anima: – ¡Tensar, subir, sujetar! Otra vez… ¡Tensar, subir, sujetar! ¡Y ahora, fijar! La cantina no podría ser más fácil de localizar…, tal vez por la bandera azul y naranja, la caldera que bulle al fondo o el flujo de gente que se acerca allí. El olor de la comida me atiza en las tripas como una bala de cañón. No he comido desde anteayer y el estómago se me retuerce de hambre. Las paredes de la cantina se han levantado para que corra el aire, pero una cortina la divide por la mitad. Las mesas de este lado están arregladas con manteles de cuadros blancos y rojos, cubertería de plata y jarrones de flores. Esto me parece en brutal contraste con la fila de hombres desarrapados que hacen cola ante el mostrador. – Dios mío -le digo a Charlie mientras ocupamos nuestro puesto en la cola-. Mira qué banquete. Hay patatas con cebolla, salchichas y cestos rebosantes de gruesas rebanadas de pan. Jamón en lonchas, huevos cocinados de todas las maneras, tarros de mermelada, cuencos con naranjas. – Esto no es nada -me dice-. En la Gran Berta tienen todo esto y además camareros. Tú te sientas a la mesa y ellos te traen la comida. – ¿ La Gran Berta? – Ringling -aclara. – ¿Has trabajado con ellos? – Eh… no -dice tímidamente-. ¡Pero conozco a gente que sí! Pillo un plato y me sirvo una montaña de patatas, huevos y salchichas, intentando no parecer un muerto de hambre. El aroma me abruma. Abro la boca para inhalarlo profundamente: es como maná del cielo. Camel aparece de no se sabe dónde. – Toma. Dale esto al colega de allí, al del final de la cola -dice poniéndome un ticket en la mano libre. El fulano del final de la cola está sentado en una silla de tijera, mirando por debajo del ala de su sombrero flexible. Le entrego el ticket. Levanta la mirada hacia mí con los brazos cruzados con firmeza sobre el pecho. – ¿Departamento? -me pregunta. – ¿Cómo dice? -pregunto yo a mi vez. – Que cuál es tu departamento. – Eh… No estoy seguro -digo-. Me he pasado toda la mañana limpiando los vagones de los animales. – A mí eso no me aclara nada -dice él sin dejar de ignorar el ticket-. Podrían ser de pista, de tiro o de la carpa de las fieras. ¿De cuáles eran? No le contesto. Estoy bastante seguro de que Camel mencionó al menos dos de esas posibilidades, pero no lo recuerdo en concreto. – Si no conoces tu departamento es que no eres del espectáculo -dice el hombre-. O sea que ¿quién demonios eres? – ¿Va todo bien, Ezra? -dice Camel apareciendo detrás de él. – No, no va bien. He cazado a un palurdo espabilado que intentaba gorronearle el desayuno al circo -dice Ezra escupiendo al suelo. – No es ningún palurdo -dice Camel-. Es un novato y está conmigo. – ¿Sí? – Sí. El hombre levanta el ala de su sombrero y me estudia a fondo, de la cabeza a los pies. Hace una pausa de unos instantes y luego dice: – Vale, Camel. Si tú te responsabilizas de él, supongo que es suficiente para mí -alarga la mano y me arranca el ticket-. Y otra cosa. Enséñale a hablar antes de que alguien le dé una patada en el culo, ¿vale? – Bueno, ¿y cuál es mi departamento? -pregunto mientras me dirijo hacia una mesa. – Ah, no, ni se te ocurra -dice Camel agarrándome del codo-. Esas mesas no son para los de nuestra clase. No te separes de mí hasta que aprendas a moverte por aquí. Le sigo al otro lado de la cortina. Las mesas de la otra mitad son corridas, con su madera desnuda adornada sólo con los saleros y pimenteros. Y no hay flores. – ¿Quiénes se sientan en el otro lado? ¿Los artistas? Camel me lanza una mirada asesina. – Dios mío, chaval. Limítate a tener la boca cerrada hasta que aprendas la lengua vernácula, ¿quieres? Se sienta y se mete media pieza de pan en la boca inmediatamente. Lo mastica durante unos instantes y luego me mira. – Ah, no te enfades. Sólo lo hago para protegerte. Ya has visto cómo es Ezra, y es un gatito. Siéntate. Le miro durante unos instantes más y luego paso las piernas por encima del banco. Dejo el plato en la mesa, me veo las manos sucias de estiércol, las froto contra los pantalones y, después de comprobar que no han quedado más limpias, me lanzo sobre la comida. – Bueno, y entonces, ¿cómo se dice en lengua vernácula? -digo por fin. – Se llaman retorcidos -explica Camel, hablando con un trozo de comida en la boca-. Y tu departamento es ganado de carga. Por ahora. – ¿Y dónde están esos retorcidos? – Aparecerán en cualquier momento. Todavía faltan por llegar otras dos secciones del tren. Se quedan despiertos hasta bien entrada la noche, se levantan tarde y llegan justo para desayunar. Y ya que estamos hablando de ese tema, no vayas a llamarles «retorcidos» a la cara. – ¿Cómo tengo que llamarles? – Artistas. – ¿Y por qué no puedo llamarles artistas todo el tiempo? -digo con un punto de irritación que se cuela en mi voz. – Están ellos y estamos nosotros, y tú eres de los nuestros -dice Camel-. No te preocupes. Ya aprenderás -un tren pita a lo lejos-. Hablando del rey de Roma… – ¿Tío Al va con ellos? – Sí, pero no vayas a confundirte. No vamos a verle hasta más tarde. Hasta que no hemos terminado de montar, está irascible como un oso con dolor de muelas. Dime, ¿qué tal te llevas con Joe? ¿Ya estás harto de mierda de caballo? – No me molesta. – Ya, bueno, yo creo que puedes hacer algo mejor. He hablado con un amigo mío -dice al tiempo que parte otro trozo de pan con los dedos y lo usa para rebañar la grasa del plato-. Te vas a quedar con él todo el día y así luego hablará en tu favor. – ¿Qué voy a hacer? – Lo que él te mande. El amigo de Camel es un hombre bajito con una panza enorme y una voz atronadora. Es el pregonero de la feria que acompaña al circo y se llama Cecil. Me estudia detenidamente y me declara adecuado para el trabajo que tiene entre manos. Acompañado de Jimmy y Wade, otros dos sujetos vestidos con el decoro suficiente para mezclarse con el público, lo que tenemos que hacer es colocarnos detrás de la multitud y, cuando nos haga una señal, adelantarnos y empujar a los asistentes hacia la entrada. La feria se ha instalado junto al paseo y bulle de actividad. A un lado, un grupo de hombres negros se esfuerza por levantar las pancartas que anuncian las atracciones. Al otro, se oye el repiqueteo y las voces de unos hombres de chaqueta blanca que amontonan, formando pirámides, vasos llenos de limonada en los mostradores de sus tenderetes de rayas blancas y rojas. El aire está impregnado de los aromas de las palomitas de maíz, cacahuetes tostados y el penetrante olor de los animales. Al fondo del paseo, más allá de la verja de entrada, hay una carpa grande en la que están metiendo carromatos con toda clase de criaturas: llamas, camellos, cebras, monos, al menos un oso polar y jaulas y más jaulas de felinos. Cecil y uno de los negros discuten por una banderola en la que se ve una mujer desmesuradamente gorda. Tras un par de segundos, Cecil le da un pescozón al fulano. – ¡Acaba ya, chico! Dentro de un instante esto estará abarrotado de palurdos. ¿Cómo vamos a conseguir que entren si no pueden ver a Lucinda en todo su esplendor? Suena un silbato y todo el mundo se queda quieto. – ¡Puertas! -retumba una voz masculina. Aquello se convierte en un pandemónium. Los hombres de los puestos se meten apresuradamente detrás de los mostradores, hacen las últimas modificaciones en la cristalería y se ponen bien chaquetas y gorras. Con la única excepción del pobre diablo que sigue trabajando en la banderola, todos los negros se cuelan por detrás de las lonas y desaparecen de la vista. – ¡Pon esa puñetera banderola en condiciones y lárgate de aquí! -grita Cecil. El hombre hace un último ajuste y se va. Yo me giro. Un muro de seres humanos se aproxima a nosotros precedidos de chiquillos gritones que, agarrados de las manos de sus padres, tiran de ellos, impacientes. Wade me da con el codo en un costado. – Psssst… ¿Quieres ver a las fieras? – ¿A quién? Señala con un gesto de la cabeza hacia la tienda que se ve entre nosotros y la gran carpa. – Llevas estirando el cuello para verla desde que has llegado aquí. ¿Quieres echar una mirada? – ¿Y ése? -pregunto dirigiendo la mirada a Cecil. – Estaremos de vuelta antes de que se dé cuenta. Además, nosotros no podemos hacer nada hasta que él atraiga al público. Wade me precede hasta la verja de entrada. Cuatro ancianos la custodian, sentados en sendos podios rojos. Tres nos ignoran. El cuarto mira a Wade y le hace un gesto de asentimiento. – Venga, échale un vistazo -dice Wade-. Yo me quedo vigilando a Cecil. Meto la cabeza. La carpa es enorme, alta como el cielo y sujeta con postes rectos que ascienden en diversos ángulos. La lona es recia y casi translúcida: el sol se filtra a través del tejido y por las costuras, iluminando el puesto de golosinas más grande de todos. Está plantado en el centro de la carpa de las fieras, bajo los gloriosos rayos del sol, rodeado de carteles que anuncian zarzaparrilla, almendras garrapiñadas y natillas heladas. Las jaulas de los animales, pintadas en rojo brillante y dorado, se alinean contra dos de las cuatro paredes, con los paneles laterales levantados para mostrar leones, tigres, panteras, jaguares, osos, chimpancés y monos araña, incluso un orangután. Camellos, llamas, cebras y caballos se exhiben detrás de cordones que cuelgan entre pies de hierro, con las cabezas enterradas en fardos de heno. Hay dos jirafas de pie en una zona acotada con tela metálica. Busco en vano un elefante cuando mis ojos se detienen bruscamente en una figura femenina. Se parece tanto a Catherine que se me corta la respiración: el óvalo de la cara, el corte de pelo, los muslos delgados que siempre he imaginado debajo de las severas faldas de Catherine. Está de pie junto a una reata de caballos blancos y negros, vestida de lentejuelas rosas, leotardos y zapatillas de seda, y habla con un hombre que lleva sombrero de copa y frac. Ella acaricia el hocico de un animal blanco, un caballo árabe precioso con crines y cola plateadas. Levanta una mano para retirarse un mechón de pelo castaño y colocarse bien el tocado. Luego la alarga y peina el flequillo del caballo, pegándolo a la cara del animal. Le agarra una oreja y deja que se deslice entre sus dedos. Se oye un tremendo escándalo y me doy la vuelta para descubrir que un lado de la jaula más cercana se ha cerrado de golpe. Cuando me giro otra vez, la mujer me está mirando. Frunce el ceño, como si me reconociera. Al cabo de unos segundos me doy cuenta de que debería sonreír o bajar la mirada, o algo así, pero no puedo. Por fin, el hombre del sombrero de copa le pone una mano en el hombro y ella se vuelve, pero despacio, no muy convencida. Al cabo de unos segundos me echa otra mirada furtiva. Wade ha vuelto. – Vamos -dice dándome una palmada entre los omoplatos-. Empieza el espectáculo. – ¡Damas-s-s-s-s-s-s y caballeros-s-s-s-s-s-s! ¡Quedan vein-n-n-n-n-nte minutos para que comience el gran espectáculo! ¡Más que suficiente para que puedan disfrutar de las asombrosas, de las increíbles, las fa-a-a-a-asci-nantes maravillas que les hemos traído desde los cuatro puntos cardinales y todavía conseguir un buen asiento para el gran espectáculo! ¡Tiempo de sobra para ver las rarezas, los fenómenos de la naturaleza, las atracciones! ¡Nuestra colección es la más impresionante del mundo, damas y Cecil está subido a una tarima en un lateral de la entrada de la feria. Pasea de un lado a otro, haciendo gestos ampulosos. Unas cincuenta personas se han reunido formando un grupo disgregado. No están muy entregados, más distraídos que atentos. – ¡Pasen por aquí y vean a la bellísima, la enorme Lucinda la Linda, la mujer gorda más guapa del mundo! ¡Cuatrocientos kilos de rolliza perfección, damas y caballeros! ¡Pasen y vean al avestruz humano, que se puede tragar y devolver cualquier cosa que le den! ¡Hagan la prueba! ¡Carteras, relojes, hasta bombillas! ¡Elijan ustedes, que él lo regurgitará! ¡Y no se pierdan a Frank Otto, el hombre más tatuado del mundo! Fue hecho prisionero en las umbrías selvas de Borneo y acusado de un crimen que no cometió, y ¿cuál fue su castigo? ¡Pues, amigos, su castigo lo lleva escrito por todo el cuerpo en tinta indeleble! La multitud, picada en el interés, se va haciendo más densa. Jimmy, Wade y yo nos mezclamos con las últimas filas. – Y ahora -dice Cecil girándose de un lado a otro. Se lleva un dedo a los labios y hace un guiño grotesco: una mueca exagerada que le sube la comisura de la boca hacia el ojo. Levanta una mano para pedir silencio-. Y ahora…, pido perdón a las señoras, porque esto es sólo para los caballeros, ¡sólo para los caballeros! Como estamos en compañía de damas, y en aras de la delicadeza, tan sólo puedo decir esto una vez. Caballeros, si son ustedes norteamericanos de sangre caliente, si corre por sus venas sangre masculina, tenemos algo que no querrán perderse. Si siguen ustedes a aquel sujeto de allí, ese de allí, de ahí mismo, verán algo tan asombroso, tan impactante, que les garantizo que… Se detiene, cierra los ojos y levanta una de las manos. Luego sacude la cabeza en un gesto de remordimiento. – Pero no -continúa-. En aras de la decencia, y debido a que nos encontramos en presencia de damas, no puedo decir más que eso. No puedo decir nada más, caballeros. Salvo esto: ¡no se lo querrán perder! Simplemente, entréguenle sus cuartos de dólar a aquel sujeto de allí y él les llevará a verlo. Nunca se arrepentirán del cuarto que han gastado hoy aquí, y nunca olvidarán lo que van a ver. Se pasarán el resto de sus vidas hablando de esto, amigos. El resto de sus vidas. Cecil se yergue y se ajusta el chaleco de cuadros tirando del bajo con ambas manos. Su rostro adopta una expresión deferente y hace un ostensible gesto hacia una entrada que se ve en la dirección contraria. – Y, señoras, si son ustedes tan amables de venir por aquí, también tenemos maravillas y curiosidades idóneas para sus delicadas sensibilidades. Un caballero nunca olvidaría a las damas. Sobre todo a unas damas tan adorables como son ustedes -acto seguido, sonríe y cierra los ojos. Las mujeres miran nerviosas a los hombres que van desapareciendo. Surge un forcejeo. Una mujer agarra con fuerza a su marido de una manga y le golpea con la otra mano. Él hace muecas y frunce el ceño mientras se agacha para evitar los golpes. Cuando por fin logra zafarse, se alisa las solapas y mira furioso a su mujer, que ahora está indignada. Cuando él se aleja para pagar su cuarto de dólar, alguien cacarea como una gallina. Una carcajada recorre la muchedumbre. Las demás mujeres, tal vez porque no quieran dar un espectáculo, miran poco convencidas cómo sus maridos se separan de ellas para ponerse a la cola. Cecil se percata de esto y baja de la tarima. Todo él preocupación y atenciones galantes, las arrastra suavemente hacia asuntos más agradables. Se toca el lóbulo de la oreja izquierda y yo empujo con cuidado hacia delante. Las mujeres se acercan más a Cecil y yo me siento como un perro pastor. – Si vienen por aquí -continúa Cecil-, les mostraré a las damas algo que no han visto nunca. Algo tan inusual, tan extraordinario que nunca soñaron que pudiera existir, y sin embargo es una cosa de la que podrán hablar el domingo en la iglesia, o con el abuelo y la abuela durante la cena. Además, pueden traer a sus pequeños, es un entretenimiento puramente familiar. ¡Vean a un caballo que tiene la cabeza donde debería tener la cola! Y no les digo ninguna mentira, señoras. Una criatura viva con la cola donde debería tener la cabeza. Véanlo con sus propios ojos. Cuando se lo cuenten a sus hombres, puede que se arrepientan de no haberse quedado con las encantadoras señoras. Sí, sí, queridas mías. Seguro que se arrepienten. A estas alturas me encuentro rodeado. Los hombres han desaparecido y yo me dejo arrastrar por la corriente de creyentes y de señoras, de muchachitos y del resto de norteamericanos sin sangre caliente. El caballo con la cola donde debería estar la cabeza es exactamente eso: un caballo que han colocado en un establo con la cola sobre el cubo de la comida. – Ah, menuda tontería -dice una señora. – ¡Bueno, vaya cosa! -exclama otra, pero la mayoría reacciona con una risa de alivio porque, si esto es el caballo con la cola donde debería tener la cabeza, tampoco el espectáculo de los hombres será gran cosa. Fuera de la carpa se oye un alboroto. – ¡Malditos hijos de puta! ¡Por supuesto que quiero que me devuelvan el dinero! ¿Creen que voy a pagar un cuarto de dólar para ver un maldito par de ligueros? ¿No hablaban de norteamericanos de sangre caliente? Bueno, ¡pues éste sí que es de sangre caliente! ¡Quiero que me devuelvan mi jodido dinero! – Perdone, señora -digo, metiendo el hombro entre las dos mujeres que van delante de mí. – ¡Eh, oiga! ¿Qué prisa tiene? – Disculpen. Lo siento mucho -digo abriéndome paso. Cecil está discutiendo con un sujeto de cara enrojecida. Éste da un paso adelante, apoya las manos en el pecho de Cecil y le da un empujón. La gente se separa y Cecil cae contra el faldón de rayas de su tarima. Los espectadores se arremolinan y se ponen de puntillas para ver mejor. Paso entre ellos como una flecha en el mismo momento en que el otro sujeto se lanza sobre él y lanza un golpe. Tiene el puño a un centímetro de Cecil cuando lo agarro por el aire y le retuerzo el brazo por la espalda. Le echo el otro por el cuello y tiro de él hacia atrás. Se revuelve y me agarra con fuerza. Yo aprieto más fuerte hasta que mis tendones se clavan en su tráquea, y así le llevo, medio a rastras, medio a la carrera, hasta el centro del paseo. Allí le tiro al suelo. Se queda ahí tirado, envuelto en una nube de polvo, resollando y frotándose el cuello. Al cabo de unos segundos, pasan a mi lado como una exhalación dos hombres trajeados, le levantan por los brazos y se lo llevan en volandas, sin dejar de toser, en dirección a la ciudad. Se inclinan hacia él, le dan palmaditas en la espalda y le susurran palabras de ánimo. Le colocan bien el sombrero que, milagrosamente, ha permanecido en su sitio. – Buen trabajo -dice Wade dándome una palmada en el hombro-. Bien hecho. Volvamos. Ésos se ocuparán de él a partir de ahora. – ¿Quiénes son? -digo examinando la franja de largos arañazos perlados de sangre en mi antebrazo. – Seguridad. Ellos le calmarán y le quitarán el enfado. Así no se agarrará ningún sofoco -se vuelve para dirigirse a los presentes y da una sonora y única palmada, frotándose luego las manos-. Muy bien, amigos. Todo está en orden. No hay nada más que ver. La muchedumbre se resiste a irse. Cuando el hombre y su escolta desaparecen por fin detrás de un edificio de ladrillo rojo, comienzan a dispersarse, pero sin dejar de volver la mirada curiosos, temiendo perderse algo. Jimmy se abre paso entre los rezagados. – Oye -me dice-, Cecil quiere verte. Me precede hasta el otro extremo. Cecil está sentado en el borde de una silla plegable. Tiene las piernas y los pies, enfundados en polainas, estirados. La cara, roja y húmeda, y se abanica con un programa. Con la mano libre se palpa varios de los bolsillos y la mete al fin en el chaleco. Saca una botella plana y cuadrada, separa los labios y le quita el tapón de corcho con los dientes. Lo escupe a un lado y empina la botella. Luego se percata de mi presencia. Me mira fijamente un instante, con la botella apoyada en los labios. La baja de nuevo y la deja reposar sobre su redonda barriga. Repiquetea con los dedos sobre ella mientras me estudia. – Te has defendido muy bien ahí fuera -dice por fin. – Gracias, señor. – ¿Dónde aprendiste eso? – No sé. Jugando al fútbol. En la escuela. Luchando con el clásico toro que se resistía a separarse de sus testículos. Me mira un momento más, sigue tamborileando con los dedos, los labios fruncidos. – ¿Ya te ha encontrado Camel un puesto en el circo? – No, señor. Oficialmente no. Otro prolongado silencio. Entorna los ojos hasta que no son más que unas pequeñas ranuras. – ¿Sabes tener la boca cerrada? – Sí, señor. Pega un largo trago de la botella y relaja los ojos. – Vale, de acuerdo entonces -dice asintiendo lentamente. Ya es de noche, y mientras los retorcidos están entreteniendo a un fascinado público en la gran carpa yo me encuentro al fondo de una tienda mucho más pequeña en la parte más alejada de la explanada, oculta tras una fila de carromatos de equipaje y accesible sólo por el boca a boca y previo pago de una entrada de cincuenta centavos. El interior está en penumbra, iluminado por una ristra de bombillas rojas que arrojan un resplandor cálido sobre la mujer que se quita la ropa metódicamente. Mi trabajo consiste en mantener el orden y, de vez en cuando, dar unos golpes en la lona con un tubo de metal, con el fin de desanimar a los posibles mirones; o mejor dicho, de animar a los mirones a que pasen por la puerta y paguen los cincuenta centavos. También tengo que sofocar comportamientos como el que he presenciado antes, aunque no creo que el tipo que estaba tan furioso esta tarde tuviera aquí motivo de queja. Hay doce filas de sillas plegables, todas ellas ocupadas. Pasa de mano en mano una botella de whisky ilegal de la que beben a ciegas porque ninguno quiere retirar los ojos del escenario. La mujer es una escultural pelirroja con unas pestañas demasiado largas para ser auténticas y un lunar pintado cerca de sus labios carnosos. Sus piernas son largas, sus caderas redondeadas, su pecho despampanante. No lleva encima más que una braguita minúscula, un chal translúcido y brillante y un sujetador gloriosamente desbordado. Sacude los hombros marcando gelatinosamente el ritmo que le marca la pequeña banda de música que tiene a la derecha. Da unos cuantos pasos, deslizándose por el escenario sobre sus chinelas adornadas con plumas. El tambor redobla y ella se detiene abriendo la boca con un gesto de falsa sorpresa. Echa la cabeza hacia atrás exhibiendo el cuello y bajando las manos para ponerlas alrededor de las copas del sujetador. Se inclina hacia delante y las estruja hasta que la carne sale entre sus dedos. Examino las paredes laterales. Las puntas de un par de zapatos asoman por el borde de la lona. Me acerco muy pegado a la pared. Una vez junto a los zapatos, levanto el trozo de tubería y doy un golpe en la lona. Se oye un gruñido y los zapatos desaparecen. Me quedo un rato con el oído pegado a la costura, y luego regreso a mi sitio. La pelirroja se mueve al ritmo de la música acariciando el chal con las uñas pintadas. El chal lleva hilos de oro o de plata entretejidos y brilla cuando lo desliza adelante y atrás por encima de los hombros. De repente, adelanta la cintura, echa la cabeza hacia atrás y agita todo el cuerpo. Los hombres aúllan. Dos o tres se levantan y agitan los puños en señal de ánimo. Observo a Cecil, cuya mirada de acero me dice que esté al quite. La mujer se yergue, da la vuelta y se dirige decidida al centro del escenario. Se pasa el chal entre las piernas, frotándose lentamente contra él. Del público se elevan gruñidos. Se gira de manera que nos mira a nosotros y sigue pasándose el chal, adelante y atrás, tirando tanto de él que se adivina la hendidura de su vulva. – ¡Quítatelo, nena! ¡Quítatelo todo! Los hombres se están alborotando; más de la mitad están de pie. Cecil me hace una señal con la mano para que me adelante. Yo me acerco a las filas de sillas plegables. El chal cae al suelo y la mujer vuelve a girarse. Se sacude el pelo para que los rizos le caigan entre los omoplatos y levanta las manos de manera que se unen sobre el cierre del sujetador. Una aclamación asciende sobre la multitud. Hace una pausa para mirarles por encima del hombro y guiña un ojo, bajando los tirantes por los hombros con aire coqueto. Luego deja caer el sujetador al suelo y se da la vuelta cubriéndose los pechos con las manos. Un rugido de protesta surge de los hombres. – ¡Eh, venga, bombón, enséñanos lo que tienes! Ella niega con la cabeza haciendo un casto puchero. – ¡Oh, venga ya! ¡He pagado cincuenta centavos! Sacude la cabeza con la mirada pudorosamente clavada en el suelo. De repente, abre los ojos y la boca y retira las manos. Sus majestuosos globos se desploman. Se detienen en seco antes de balancearse suavemente, a pesar de que ella está del todo quieta. Se oye un resuello colectivo, un momento de silencio extasiado antes de que los hombres aúllen encantados. – ¡Esa es mi chica! – ¡Señor, ten piedad! – ¡Toma ya! Ella se acaricia, levanta y masajea los pechos, pasa los pezones por entre los dedos. Mira lascivamente a los hombres mientras se pasa la lengua por el labio superior. El tambor inicia un redoble. Ella se agarra con firmeza las puntas endurecidas entre el pulgar y el índice y tira de un pecho de manera que el pezón mira hacia el techo. Al redistribuirse su peso, cambia de forma perceptible. Cuando lo suelta cae bruscamente, casi con violencia. Agarra el otro pezón y lo levanta de la misma manera. Alterna uno y otro, cada vez a mayor velocidad. Arriba, abajo, arriba, abajo… Cuando el tambor acaba el redoble y empieza a sonar el trombón, sus brazos se mueven a tal velocidad que se ven borrosos, y su carne se convierte en una masa ondulante y movediza. Los hombres braman, dejando patente su aprobación. – ¡Ah, sí! – ¡Delicioso, nena! ¡Delicioso! – ¡Bendito sea Dios! Empieza un nuevo redoble. La mujer se dobla por la cintura y sus gloriosas tetas cuelgan pesadas, bajas, por lo menos treinta centímetros, más anchas y redondeadas por abajo, como si cada una de ellas contuviera un pomelo. Hace girar sus hombros, primero uno, luego el otro, de manera que sus pechos se mueven en direcciones opuestas. A medida que aumenta la velocidad, describen círculos más y más grandes a la vez que cobran impulso. Al poco rato, ambas coinciden en el centro con una sonora palmada. Jesús. Podría haber un tumulto en la carpa y yo ni me enteraría. No me queda ni una gota de sangre en la cabeza. La mujer se yergue y hace una reverencia. Cuando se vuelve a levantar sube uno de los pechos hasta su cara y pasa la lengua alrededor del pezón. Luego se lo mete en la boca y lo sorbe. Se queda así, chupando impúdicamente su propio pecho mientras los hombres agitan sus sombreros, levantan los puños y gritan como animales. La mujer lo suelta, le da a su lustroso pezón un último pellizco y les lanza un beso a los hombres. Se agacha el tiempo justo para recoger el chal translúcido y desaparece con un brazo levantado, de manera que el chal vuela detrás de ella como una oriflama deslumbrante. – Muy bien, muchachos -dice Cecil iniciando el aplauso mientras sube al escenario-. ¡Vamos a darle una gran ovación a nuestra Barbara! Los hombres silban y vitorean, aplaudiendo con las manos levantadas por encima de sus cabezas. – Sí, ¿a que es increíble? Menuda señora. Y es vuestro día de suerte, chicos, porque, sólo por esta noche, va a aceptar que la visite un número limitado de caballeros después del espectáculo. Es un auténtico honor, amigos. Es una joya, nuestra Barbara. Una verdadera joya. Los hombres se agolpan junto a la puerta, dándose palmadas en la espalda, intercambiando ya recuerdos. – ¿Has visto esas tetas? – Macho, qué tortura. Lo que no daría por jugar con ellas un ratito. Me alegro de que mi intervención no haya sido necesaria, porque estoy haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Es la primera vez que veo una mujer desnuda y no creo que vuelva a ser el mismo nunca. |
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