"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)

CINCO

Estoy balbuceando como el viejo chocho que soy, eso es lo que estoy haciendo.

Supongo que estaba dormido. Habría jurado que hace tan sólo unos segundos tenía veintitrés años y ahora aquí estoy, metido en este cuerpo deteriorado y marchito.

Sorbo y me limpio estas estúpidas lágrimas intentando mantener la compostura, porque esa chica ha vuelto, la rellenita vestida de rosa. O ha trabajado toda la noche, o yo he perdido la noción del día. Detesto no saber lo que ha pasado.

También me gustaría recordar su nombre, pero no puedo. Eso es lo que pasa cuando tienes noventa años. O noventa y tres.

– Buenos días, señor Jankowski -dice la enfermera encendiendo la luz. Se acerca a la ventana y abre las persianas para que entre el sol-. Ya es hora de levantarse.

– ¿Para qué? -gruño.

– Porque al buen Dios le ha parecido oportuno bendecirle con un día más -dice viniendo a mi lado. Aprieta un botón en la cabecera de mi cama. Esta se pone a zumbar. Unos segundos después, me encuentro sentado con la espalda recta-. Además, mañana va a ir al circo.

¡El circo! O sea que no he perdido un día.

Pone una funda desechable en un termómetro y me lo mete en el oído. Todas las mañanas me hurgan y toquetean de la misma manera. Soy como un trozo de carne que han sacado del fondo del frigorífico, sospechosa hasta que se demuestre lo contrario.

Cuando el termómetro pita, la enfermera tira la funda a la papelera y escribe algo en mi ficha. Luego descuelga el tensiómetro de la pared.

– Entonces, ¿esta mañana le apetece tomar el desayuno en el comedor o prefiere que le traiga algo aquí? -pregunta mientras me ajusta el brazalete alrededor del brazo y lo infla.

– No quiero desayunar.

– Venga ya, señor Jankowski -dice colocando un estetoscopio en la parte interior de mi codo y observando el indicador-. Tiene que mantenerse fuerte.

Intento leer el nombre en su placa de identificación.

– ¿Para qué? ¿Para poder correr un maratón?

– Para que no pille algo y pueda ir al circo -dice ella. Cuando el brazalete se desinfla, retira el aparato de mi brazo y vuelve a colgarlo de la pared.

¡Por fin he podido ver su nombre!

– Entonces lo tomaré aquí, Rosemary -digo demostrando así que recuerdo su nombre. Mantener la ficción de que estás en pleno uso de tus facultades es un trabajo duro pero importante. De todas maneras, yo no estoy totalmente gagá. Es sólo que tengo más cosas en la cabeza que otra gente.

– Le declaro oficialmente fuerte como un caballo -dice la enfermera tomando unas últimas notas antes de cerrar la carpeta-. Si conserva su peso apuesto a que podría seguir otros diez años.

– Estupendo -digo.


Cuando Rosemary viene para aparcarme en el pasillo, le pido que me lleve hasta la ventana para que pueda ver lo que está pasando en el parque.

Hace un día precioso; el sol brilla a raudales entre nubes esponjosas. Me alegro mucho… Recuerdo muy bien lo que era trabajar en el montaje del circo con mal tiempo.

Aunque ese trabajo ya no es lo que era antes. Me pregunto si se les sigue llamando peones. Y seguro que las condiciones para dormir han mejorado. No hay más que ver las autocaravanas que llevan, algunas hasta tienen antena parabólica en el techo.

Poco después del almuerzo veo a la primera residente que, empujada en su silla de ruedas por sus familiares, se dirige al circo. Diez minutos después se forma una auténtica procesión. Está Ruthie… Ah, y Nellie Compton, pero ¿qué más da? Es como un puerro, no se acuerda de nada. Y también va Doris, ése debe de ser su Randall, del que siempre está hablando. Y ese cabrón de McGuinty. Sí, hecho un gallito, rodeado de toda su familia y con una manta de cuadros desplegada sobre las rodillas. Contando historias sobre elefantes, lo más seguro.

Detrás de la gran carpa se ve una hilera de magníficos percherones, todos ellos de un blanco deslumbrante. ¿Los tendrán para los números de equilibrio? Los caballos de los equilibristas siempre son blancos para que no se vea la resina en polvo que se ponen los artistas en los pies para agarrarse bien al lomo.

Pero aunque sea un número de caballos en libertad, no podrá ni compararse con el de Marlena. Nada ni nadie podría compararse con Marlena.

Busco un elefante con tanto miedo como desilusión.


La procesión regresa por la tarde con globos atados a las sillas y sombreros ridículos en las cabezas. Algunos incluso llevan en sus regazos bolsas de algodón de azúcar. ¡En bolsas! Ese algodón podría tener semanas. En mis tiempos estaba recién hecho y te lo ponían directamente de una cacerola en un cucurucho de papel.

A las cinco en punto aparece por el fondo de la sala una enfermera delgada y con cara de caballo.

– ¿Está listo para la cena, señor Jankowski? -dice quitando el freno de mis ruedas y girando la silla.

– Brrrrf-gruño en protesta por no haber esperado a que le respondiera.

Cuando llegamos al comedor me conduce a mi mesa habitual.

– ¡Espere un momento! -digo-. Esta noche no quiero sentarme ahí.

– No se preocupe, señor Jankowski -dice ella-. Estoy segura de que el señor McGuinty ya le ha perdonado por lo de anoche.

– Sí, ya, pero yo no le he perdonado a él. Quiero sentarme allí -digo señalando otra mesa.

– Pero en esa mesa no hay nadie -dice.

– Precisamente.

– Oh, señor Jankowski. Por qué no me deja que…

– Limítese a dejarme donde le he dicho, maldita sea.

La silla se detiene y detrás de mí se percibe un silencio mortal. Tras unos segundos, nos volvemos a mover. La enfermera me aparca junto a la mesa elegida y se va. Cuando regresa para tirar un plato delante de mí tiene los labios fuertemente apretados.

La mayor dificultad de sentarse a una mesa solo es que no hay nada que te distraiga de oír las conversaciones de los demás. No es que esté espiando, es que no puedo evitar oírlas. Casi todos hablan del circo, y no está mal. Lo que sí está mal es que el Viejo Pedorro McGuinty está sentado en mi mesa habitual, con mis amigas y concediendo audiencia como si fuera el rey Arturo. Y eso no es todo: al parecer le dijo a algún trabajador del circo que él les llevaba el agua a los elefantes y ¡le han cambiado la localidad a una silla de pista! ¡Increíble! Y ahí está, fanfarroneando sin parar del trato especial que le han dado mientras Hazel, Doris y Norma le miran con adoración.

No puedo aguantarlo más. Bajo la mirada al plato. Un guiso de algo cubierto de salsa descolorida y guarnición de gelatina llena de agujeros.

– ¡Enfermera! -ladro-. ¡Enfermera!

Una de ellas levanta la mirada y me ve. Puesto que resulta evidente que no me estoy muriendo, se toma su tiempo para venir a verme.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Jankowski?

– ¿Traerme un poco de comida de verdad?

– ¿Cómo dice?

– Comida de verdad. Ya sabe…, esas cosas que come la gente fuera de aquí.

– Oh, señor Jankowski…

– No me venga con «Oh, señor Jankowski…», jovencita. Esto es comida de guardería, y la última vez que me vi no tenía cinco años. Tengo noventa. O noventa y tres.

– No es comida de guardería.

– Sí lo es. No tiene sustancia. Fíjese… -digo arrastrando el tenedor por encima del montoncito cubierto de salsa. Se desmorona en grumos y me quedo con un tenedor manchado en la mano-. ¿Llaman a esto comida? Quiero algo en lo que pueda clavar los dientes. Algo que cruja. ¿Y qué se supone que es esto exactamente? -digo pinchando el pegote de gelatina. Se menea de forma escandalosa, como pechos que conocí en otros tiempos.

– Es ensalada.

– ¿Ensalada? ¿Ve alguna verdura? Yo no veo ninguna verdura.

– Es ensalada de fruta -dice con voz firme pero forzada.

– ¿Ve usted alguna fruta?

– Sí. La verdad es que sí la veo -dice señalando uno de los agujeros-. Ahí. Y ahí. Eso es un trozo de plátano, y eso una uva. ¿Por qué no la prueba?

– ¿Por qué no la prueba usted?

Ella cruza los brazos sobre el pecho. A la maestra gruñona se le ha acabado la paciencia.

– Esta comida es para los residentes. Está específicamente concebida por un nutricionista especializado en geriatría…

– No la quiero. Quiero comida de verdad.

El comedor entero permanece en silencio. Miro alrededor. Todos los ojos se clavan en mí.

– ¿Qué? -digo en voz alta-. ¿Es pedir demasiado? ¿Es que aquí nadie más echa de menos la comida? Estoy seguro de que no podéis estar todos contentos con esta… ¿papilla? -pongo la mano en el borde del plato y le doy un empujón.

Un empujón flojito.

En serio.

El plato cruza la mesa a toda velocidad y se estrella contra el suelo.

Han llamado a la doctora Rashid. Se sienta al lado de mi cama y me hace preguntas que intento responder cortésmente, pero estoy tan harto de que me traten como a una persona poco razonable que puedo parecerle un tanto malhumorado.

Al cabo de media hora le pide a la enfermera que salga al pasillo con ella. Me esfuerzo por oírlas, pero mis viejos oídos, a pesar de su obsceno tamaño, no pillan más que palabras sueltas: «depresión muy grave» y «se manifiesta en agresiones, no del todo infrecuentes en pacientes geriátricos».

– ¡No estoy sordo, saben! -grito desde la cama-. ¡Sólo soy viejo!

La doctora Rashid me mira por el rabillo del ojo y toma a la enfermera del codo. Se alejan por el pasillo y ya no oigo nada.


Esa noche aparece una nueva píldora en mi vaso de papel. Antes de que me dé cuenta ya las tengo todas en la palma de la mano.

– ¿Qué es esto? -pregunto empujándola con un dedo. Le doy la vuelta e inspecciono la otra cara.

– ¿Qué? -dice la enfermera.

– Esto -digo tentando la pastilla intrusa-. Esta de aquí. Es nueva.

– Se llama Elavil.

– ¿Para qué es?

– Es para que se sienta mejor.

– ¿Para qué es? -repito.

No contesta. Levanto la mirada. Nuestros ojos se encuentran.

– Para la depresión -dice al final.

– No me la voy a tomar.

– Señor Jankowski…

– No estoy deprimido.

– Se la ha recetado la doctora Rashid. Le va a…

– Quieren drogarme. Quieren convertirme en un borrego devorador de gelatina. No la voy a tomar, desde ahora se lo digo.

– Señor Jankowski, tengo otros doce pacientes a los que atender. Por favor, tómese sus pastillas.

Creía que éramos residentes.

Todos y cada uno de sus rasgos secos se endurecen.

– Tomaré las otras, pero ésta no -digo tirando la píldora de mi mano. Vuela por el aire y aterriza en el suelo. Me meto las demás en la boca-. ¿Dónde está el agua? -digo pronunciando mal las palabras, porque intento mantener las pastillas en el centro de la lengua.

Me pasa un vaso de plástico, recoge la pastilla del suelo y entra en el cuarto de baño. Oigo correr el agua. Luego, vuelve a aparecer.

– Señor Jankowski. Voy a buscar otro Elavil, y si no quiere tomárselo llamaré a la doctora Rashid para que le prescriba un inyectable. Se va a tomar el Elavil de una manera u otra. Cómo lo haga depende de usted.

Cuando me trae la pastilla, la trago. Y un cuarto de hora más tarde, una inyección. No de Elavil, de cualquier otra cosa, pero no me parece justo porque me he tomado la puñetera pastilla.

Al cabo de unos minutos soy un borrego devorador de gelatina. Bueno, por lo menos, un borrego. Pero, como sigo dándole vueltas al incidente que me causó esta desgracia, si alguien me trajera ahora un plato de gelatina agujereada y me dijera que me la comiera, lo haría.

¿Qué han hecho conmigo?

Me aferro a la rabia que siento con cada gramo de humanidad que queda en mi cuerpo ruinoso, pero no me sirve de nada. Se aleja de mí como una ola de la playa. Estoy reflexionando sobre este triste hecho cuando me doy cuenta de que las tinieblas del sueño trazan círculos alrededor de mi cabeza. Llevan allí un rato, acechando y acercándose más y más a cada vuelta. Abandono la rabia, que a estas alturas se ha convertido en un formalismo, y me hago una nota mental para recordar ponerme furioso otra vez por la mañana. Luego me dejo ir, porque la verdad es que no puedo luchar contra ellos.