"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 9

Percibieron muchos olores conforme iban caminando: el de los lilos en flor, el humo de los carritos de los vendedores de pretzel [8], el humo de las barbacoas familiares de pollo y chuletas, y el de los bronceadores.

Sachs y Kara se dirigían a la enorme carpa blanca del Cirque Fantastique a través de la hierba húmeda de Central Park.

Al ver a dos amantes besándose en un banco, Kara preguntó:

– Así que él es algo más que tu jefe, ¿no?

– ¿Lincoln? Pues sí.

– Me he dado cuenta… ¿Cómo os conocisteis?

– En un caso. Un asesino en serie. Hace ya unos cuantos años.

– ¿Y resulta difícil, estando él como está?

– No, no es difícil. -Se limitó a responder Sachs, lo cual era completamente cierto.

– ¿Y no pueden hacer nada?, los médicos, quiero decir…

– Le han propuesto una operación, y se lo ha estado pensando. Entraña ciertos riesgos y lo más probable es que no funcione. El año pasado decidió que no y desde entonces no lo ha vuelto a mencionar. Así que el asunto está en el aire. Puede que cambie de opinión en algún momento, pero ya veremos.

– No parece que estés a favor.

– Y no lo estoy. Supone muchos riesgos para una mejoría que es bastante relativa. Para mí es una cuestión de sopesar riesgos. Pongamos que estás deseando atrapar a un asesino y tienes todos los papeles, ¿no? Me refiero a las órdenes de registro y todo eso. Sabes que está en un apartamento determinado. Bien, pues ¿qué haces?: ¿vas allí y derribas la puerta, aunque no sabes si está durmiendo o si está con sus compinches apuntándote con dos MP5? ¿O esperas hasta que vengan los refuerzos, arriesgándote a que huyan? Hay veces que merece la pena correr el riesgo y veces que no. Pero si él quiere seguir adelante con la operación, yo le apoyaré. Así es cómo funcionamos.

A continuación, Sachs le explicó que Rhyme había estado sometido a ciertos tratamientos que incluían estimulación electrónica de los músculos y una serie de ejercicios de los que se habían ocupado Thom y algunos fisioterapeutas (los mismos que había realizado el actor Christopher Reeve con unos resultados notables).

– Reeve es un hombre increíble -dijo Sachs-. Tiene una voluntad asombrosa. Y Lincoln es igual. No habla mucho de ello, pero a veces desaparece, sencillamente, y eso se debe a que pide a Thom y a los fisioterapeutas que trabajen con él los ejercicios. Pueden pasar algunos días sin que tenga noticias suyas.

– ¿Como una especie de «hombre evanescente», no? -preguntó la joven.

– Exacto -respondió Sachs sonriendo-. Permanecieron un momento en silencio, y Amelia se preguntó si Kara esperaba que le contara más cosas de su relación con Rhyme. Historias de perseverancia para superar los obstáculos evidentes, algunos detalles sobre los aspectos más complicados de la vida con un tetrapléjico. La reacción de la gente cuando estaban en público, e incluso alguna referencia a la naturaleza de su vida íntima. Pero, a decir verdad, si sentía curiosidad, no lo demostraba. De hecho, lo que detectaba Sachs sobre todo era envidia.

– Yo no he tenido mucha suerte últimamente en asuntos de hombres -continuó Kara.

– ¿No sales con nadie?

– No estoy segura -respondió pensativa Kara-. La última vez que nos vimos fue ante unas tostadas y unas mimosas. En mi casa. Estábamos tomando un brunch en la cama. Muy romántico. Dijo que me llamaría al día siguiente.

– Y no llamó.

– No llamó. ¡Ah!, y tal vez debería añadir que hace ya tres semanas de ese brunch.

– ¿Le has llamado tú?

– No, yo no le llamo -dijo con decisión-. Ahora le toca a él.

– Mejor para ti. -El orgullo y el poder eran inseparables, como bien sabía Sachs.

Kara soltó una carcajada.

– Hay un antiguo número de un mago llamado William Ellsworth Robinson, que fue muy popular. Se llamaba «Cómo deshacerse de su mujer» o «La máquina del divorcio». -Otra carcajada-. Pues ésa es mi historia. Soy más rápida que nadie para hacer que desaparezcan los novios.

– Bueno, pero ellos ya son bastante buenos en desaparecer solitos, ¿no? -apuntó Sachs.

– La mayoría de los tíos que conocí en mi anterior trabajo, la revista, o los de la tienda, sólo están interesados en dos cosas: un revolcón de una noche, o bien justo lo contrario: un noviazgo como es debido y luego echar raíces en algún barrio residencial… ¿Has tenido pretendientes así alguna vez?

– Ya lo creo. Puede resultar asqueroso. Todo depende del tipo, desde luego.

– Ahí está, compañera. O revolcón o noviazgo y sentar la cabeza…, las dos opciones son un problema para mí. No me gusta ninguna. Aunque, bueno, un revolcón de vez en cuando no viene mal, seamos realistas.

– ¿Y qué pasa con tus compañeros de profesión?

– ¡Vaya!, ya te has dado cuenta de que los he excluido de la ecuación revolcón-noviazgo. Otros artistas…, no, no me apetece. Demasiados conflictos de intereses. Suelen decir que les gustan las mujeres fuertes, pero la verdad es que la mayoría no son en absoluto partidarios de que nos dediquemos a esta profesión. La proporción entre hombres y mujeres es alrededor de cien a uno. Ahora, la situación ha mejorado. Oh, hay incluso algunas ilusionistas famosas. La Princesa Tenko, una maga asiática…, es brillante. Y hay otras cuantas. Pero esto es reciente. Hace veinte o treinta años no había ninguna mujer que fuera la estrella de la función, sólo eran ayudantes. -Dirigió una mirada a Sachs-. Algo parecido a lo que pasa en la policía, ¿no?

– Ya no está tan mal como antes. Al menos en mi generación. En los años sesenta y setenta, ahí sí que las mujeres estaban rompiendo el hielo. Esos eran los tiempos duros. Pero yo ya he hecho lo mío. Yo fui patrullera antes de dedicarme a investigar escenas de crímenes, y…

– ¿Que fuiste qué?

– Ser agente de patrulla móvil significa hacer rondas. Si teníamos que trabajar en el barrio de Hell's Kitchen, ponían a una mujer como pareja de un policía veterano. A veces me tocó en suerte algún pelmazo que odiaba la compañía de las mujeres. Así de simple, lo odiaba. No me dirigía la palabra en toda la jornada. Ocho horas recorriendo a pie las calles y el tío no soltaba prenda. Luego, íbamos a comer, y allí estaba yo intentando ser agradable, pero él se sentaba a un metro y se ponía a leer la sección de deportes, suspirando de vez en cuando porque tenía que perder el tiempo con una mujer. -Le volvieron algunos recuerdos a la memoria-. Yo trabajaba entonces en la casa Siete Cinco…

– ¿La qué?

– La comisaría del distrito -explicó Sachs-. Las llamamos «casas». Y la mayoría de los polis no dicen «Setenta y Cinco». Cuando las nombramos por el número, decimos siempre «Siete Cinco». Como cuando se dice que Macy's está en la calle Tres Cuatro.

– Entiendo.

– Bueno, pues el supervisor habitual estaba fuera y teníamos a un sargento suplente que era de la vieja escuela. Así que, en uno de mis primeros días en la Siete

Cinco, siendo yo la única mujer en aquel servicio de vigilancia en particular, me dirijo a la sala de reuniones donde pasaban lista, y me encuentro con una docena de compresas pegadas en el atril.

– ¡No!

– Te lo juro. El supervisor habitual no habría permitido que se salieran con la suya. Pero los polis son como niños en muchos aspectos. Siguen y siguen hasta que un adulto les para los pies.

– Pero no es como en las películas…

– Las películas las hacen en Hollywood, no en la Siete Cinco.

– ¿Y qué hiciste? Con las compresas, quiero decir.

– Me dirigí a la primera fila y le pregunté al policía que estaba sentado enfrente del atril si me dejaba su asiento, que era donde iba sentarme de todas formas. Estaban todos riéndose tanto que me extraña que alguno no se meara en los pantalones. Bien, pues me senté y me puse a tomar notas de lo que el sargento nos decía…, ya sabes, sobre las principales órdenes judiciales, las relaciones con el vecindario, las esquinas donde se sabía que había tráfico de drogas, etcétera. Y pasados unos dos minutos ya nadie se reía. La situación se volvió embarazosa; pero no para mí, sino para ellos.

– ¿Y sabes quién lo hizo?

– Claro.

– ¿Y no diste parte?

– No. ¿Sabes?, ésa es la peor parte de ser mujer policía. Tienes que trabajar con gente así. Necesitas que estén detrás de ti, cubriéndote las espaldas. Puedes plantarles cara cada vez que te provoquen. Pero si lo haces estás perdida. La parte más dura no es tener los huevos para luchar, sino saber cuándo hay que luchar y cuándo hay que dejar que pase el temporal.

Orgullo y poder…

– Como nosotros, supongo. En mi profesión. Pero si eres buena, si atraes al público, los programadores te contratan. Aunque es un círculo vicioso. Una no puede probar que va a atraer al público si no la contratan, y no te contratan si no puedes mostrarles las entradas vendidas.

Estaban llegando ya a la enorme y brillante carpa, y Sachs advirtió que los ojos de la joven se iluminaban al mirarla.

– ¿Éste es el tipo de sitio en el que te gustaría trabajar?

– ¡Ah! Y no veas cómo. Esto para mí es el cielo. El Cirque Fantastique y los especiales de televisión.

Tras un momento de silencio en que miró a su alrededor, añadió:

– El señor Balzac me ha hecho aprender todos los números antiguos, y eso es importante. Hay que sabérselos al dedillo. Pero -señaló la carpa con la cabeza-, ésta es la dirección en la que va la magia. David Copperfield, David Blaine…, arte del espectáculo, magia callejera. Magia sexy.

– Deberías pedir que te hagan una prueba.

– ¿Yo? No sabes lo que dices. No estoy preparada, ni mucho menos. La actuación tiene que ser perfecta. Hay que ser la mejor.

– ¿Quieres decir, mejor que un hombre?

– No, mejor que cualquier otro, hombre o mujer.

– ¿Por qué?

– Para el público -explicó Kara-. El señor Balzac es como un disco rallado: «Te debes al público». Cada vez que respiras estando en el escenario es para el público. La ilusión no puede estar bien, simplemente. No puedes limitarte a satisfacer a los allí presentes; tienes que estremecerles. Si una persona del público se da cuenta de tus movimientos, has fracasado. Si dudas un instante más de lo que debes y el efecto resulta torpe, has fracasado. Si ves que hay alguien que bosteza o mira al reloj, has fracasado.

– Pero no se puede estar al cien por cien todo el tiempo, pienso yo -apuntó Sachs.

– Pues tienes que estar -dijo Kara con sencillez, como sorprendida de que alguien no lo viera del mismo modo.

Llegaron al Cirque Fantastique, donde se ensayaba para la sesión de estreno de esa misma noche. Docenas de artistas iban de un lado para otro, algunos con sus trajes puestos, otros en pantalón corto o vaquero y camiseta.

– ¡Qué… bárbaro! -se oyó una voz entrecortada. Era la de Kara. Su rostro parecía el de una niña, abarcando con la mirada la lona blanca y brillante de la gran carpa.

Sachs se sobresaltó al oír un fuerte golpeteo detrás de ella, por encima de su cabeza. Miró hacia arriba y vio dos enormes banderas, a más de doce metros de alto, ondeando al viento y brillantes bajo el sol. En una de ellas se leía el nombre CIRQUE FANTASTIQUE.

En la otra había un enorme dibujo de un hombre delgado vestido con un traje de cuadros negros y blancos. Tenía los brazos abiertos, con las palmas hacia arriba, como invitando a los transeúntes a entrar a ver el espectáculo.

Llevaba una máscara negra que le cubría la mitad superior de la cara, con la nariz puntiaguda y las facciones grotescas. Era una imagen inquietante. Le recordó de inmediato al Prestidigitador, oculto por máscaras.

Con unos motivos y planes ocultos también.

Kara advirtió que Sachs la estaba mirando.

– Es Arlecchino. Arlequín. ¿Conoces la comedia del arte?

– No -respondió Sachs.

– Es teatro italiano. Duró desde…, no sé…, el siglo XVI hasta unos doscientos años después. El Cirque Fantastique lo utiliza como tema. -Señaló unas banderas más pequeñas que se hallaban a los lados de la carpa y donde había representadas otras máscaras. Las narices ganchudas o de pico de ave, las cejas arqueadas y los pómulos altos y serpenteantes les daban un aspecto inquietante, de seres de otro mundo. Kara prosiguió-. Había una docena más o menos de personajes fijos que representaban todas las compañías de comedia del arte en sus obras. Llevaban máscaras para que se viera a quién interpretaban.

– ¿Comedia? -preguntó Sachs, arqueando una ceja mientras miraba una máscara especialmente demoníaca.

– Nosotros lo llamaríamos comedia negra, supongo. Arlequín no era lo que se dice una figura heroica. Carecía completamente de moral. Lo único que le importaba era la comida y las mujeres. Y era un personaje que aparecía y desaparecía delante de tus ojos, sin que uno se diera cuenta. Había otro, Polichinela, que era muy sádico. Hacía a la gente auténticas diabluras, incluso a sus amantes. Luego había un médico que envenenaba a las personas. La única que tenía dos dedos de frente era esta mujer, Colombina -añadió Kara-. Una de las cosas que me gustan de la comedia del arte es que el papel de Colombina lo representaba una mujer. No como en Inglaterra, donde a las mujeres no les estaba permitido actuar.

La bandera volvió a ondear. Los ojos de Arlequín parecían mirar ligeramente detrás de ellas, como si El Prestidigitador estuviera merodeando, cómo un eco de la persecución en la Escuela de Música aquella misma mañana.

No, no tenemos ni la más mínima idea de quién es ni de dónde está…

Sachs se volvió y vio a un guardia acercándose, que miraba con extrañeza su uniforme.

– ¿Puedo ayudarla en algo, oficial?

Sachs le preguntó si podía ver al gerente. El hombre le explicó que no estaba, pero que podían hablar con su ayudante si lo deseaban.

Sachs dijo que sí, y un momento después apareció una mujer menuda y atribulada, de aspecto agitanado.

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirles? -preguntó con un acento inidentificable.

Después de presentarse, Sachs dijo:

– Estamos investigando una serie de crímenes cometidos en esta zona. Queremos saber si en su espectáculo aparecen ilusionistas o transformistas.

La cara de la mujer reflejó preocupación.

– Desde luego que tenemos ese tipo de artistas, claro. Irina y Vlad Klodoya.

– Deletree los nombres, por favor.

Kara asentía con la cabeza conforme Sachs iba escribiendo los nombres.

– Los conozco. Vinieron con el Circo de Moscú hace unos años.

– Eso es -confirmó la ayudante.

– ¿Han estado aquí toda la mañana?

– Sí. Han estado ensayando hasta hace veinte minutos aproximadamente. Ahora han salido a comprar.

– ¿Está segura de que no han salido hasta ahora?

– Sí. Yo misma me encargo de supervisar dónde está cada uno.

– ¿Hay alguien más? -preguntó Sachs-. ¿Tal vez hay alguien que esté aprendiendo ilusionismo o magia, aunque no actúe?

– No, nadie. Sólo las dos personas que le he dicho.

– Muy bien -dijo Sachs-. Lo que vamos a hacer es que dos oficiales de policía se queden fuera en el coche. Llegarán dentro de unos quince minutos. Si se entera usted de que alguien molesta a sus empleados o al público, alguien que levante sospechas, informe inmediatamente a los agentes. -Aquélla había sido una recomendación de Rhyme.

– Se lo diré a todo el mundo, descuide. Pero, ¿sería tan amable de decirme qué es lo que pasa?

– Un hombre que sabe de ilusionismo está involucrado en un homicidio cometido hoy por la mañana. No hay ninguna relación con su espectáculo, que sepamos, pero queremos curarnos en salud.

Le dieron las gracias a la ayudante, que se despidió con aire de preocupación y probablemente arrepentida de haber preguntado el motivo de la visita.

Una vez fuera, Sachs preguntó:

– ¿Y cuál es la historia de esos artistas?

– ¿Los ucranianos?

– Sí. ¿Son de fiar?

– Son marido y mujer, forman un equipo. Tienen un par de crios que viajan con ellos. Son dos de los mejores transformistas del mundo. No creo que tengan nada que ver con los asesinatos. -Se echó a reír-. ¿Lo ves? Ésos son los que consiguen trabajo en el Cirque Fantastique: artistas que han sido profesionales desde los cinco o seis años.

Sachs llamó por teléfono a Rhyme. Se puso Thom. Le informó de los nombres de los artistas ucranianos y de lo que había averiguado.

– Encárgate de que Mel o alguien se pasen por el NCIC [9] y por el Departamento de Estado.

– Así lo haré.

Sachs desconectó la llamada y continuaron caminando, ya pasado el parque, en dirección oeste, hacia una franja de nubes lívidas, como estrías amoratadas, que destacaban en un cielo radiante.

Oyó otro ruido seco detrás de ella: otra vez las banderas, flameando en la brisa, con un Arlequín juguetón que seguía haciendo señas a los viandantes para que entraran en su reino del más allá.


* * *

¿Han descansado, Venerado Público?

¿Están relajados?

Mejor, porque ya ha llegado la hora de comenzar nuestro segundo número.

Puede que no conozcan el nombre P. T. Selbit, pero si han estado alguna vez en un espectáculo de magia o han visto a algún ilusionista actuar en la televisión, es posible que les resulten conocidos algunos de los trucos de este inglés que se hizo famoso a principios del siglo XX.

Selbit comenzó su carrera actuando con su nombre auténtico, Percy Thomas Tibbles, pero no tardó en darse cuenta de que un nombre tan anodino no se ajustaba bien a un artista cuyo fuerte no eran los trucos de cartas, las palomas que desaparecían ni los niños que levitaban, sino los números sadomasoquistas que escandalizaban, y por tanto, atraían, a multitudes de todo el mundo.

Selbit -en efecto: su nombre artístico era su apellido al revés- fue quien inventó el famoso número de El Alfiletero Viviente, en el que, aparentemente, ensartaba en una muchacha ochenta y cuatro pinchos puntiagudos como agujas. Otra de sus creaciones era La Cuarta Dimensión , un número donde el público observaba horrorizado cómo una joven era aplastada, aparentemente, por una inmensa caja. Uno de mis preferidos es el número que presentó Selbit en 1922. El nombre lo dice todo, Venerado Público: El ídolo de Sangre, o La Destrucción de una Muchacha.

Hoy, tengo el placer de ofrecerles una variante actualizada del número más famoso de Selbit, que él mismo presentó en docenas de países y que fue invitado a representar en el Royal Command Variety Performance del hipódromo de Londres.

Conocido como…

¡Ah!, mejor no.

No, Venerado Público. Creo que mantendré la intriga y me cuidaré por el momento de mencionar el nombre de este efecto de ilusionismo. Pero les daré una pista: cuando Selbit realizaba este número, daba orden a sus ayudantes de que vertieran sangre falsa en las alcantarillas que había delante del teatro, para así tentar a los transeúntes a que compraran entradas. Y, naturalmente, eso es lo que hacían.

Disfruten de nuestro próximo número.

Espero que así sea.

Aunque se de una persona que, con certeza, no disfrutará.