"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)Capítulo 10 «¿Cuántas horas de sueño?», se preguntaba el joven. La obra había acabado a media noche y luego se habían ido a tomar una copa al White Horse hasta no se sabe cuándo; llegó a casa hacia las tres, tres cuartos de hora de teléfono con Bragg (no, tal vez una hora)… Y a las 8.30 había comenzado el ridículo golpeteo de las cañerías. ¿Cuántas horas de sueño eran, entonces? Las matemáticas se le escapaban en ese momento a Tony Calvert, que decidió que lo mejor era, probablemente, no pensar demasiado en lo exhausto que se sentía. Al menos trabajaba en Broadway y no en publicidad, donde uno empezaba a veces a las (¡que el cielo nos asista!) seis de la mañana. Su actuación vespertina en el Gielgud Theater compensaba con mucho el hecho de tener que trabajar los sábados y domingos. Examinó los utensilios de su profesión, y decidió que necesitaba aplicarse una dosis mayor del producto para ocultar tatuajes: El muchacho de barbilla cincelada era el suplente aquel día, y las señoras de Teaneek y Garden City podrían dudar de la credibilidad de un primer actor que se suponía debía arder en deseos por la ingenua actriz joven, mientras que en sus generosos bíceps se leía: «Amor eterno a Robert». Calvert cerró el gran maletín de maquillaje amarillo y se miró al espejo que había junto a la puerta. Su aspecto era mejor que su estado, tuvo que admitir. Su cutis conservaba aún un poco del moreno con el que había vuelto del glorioso viaje a St. Thomas que había hecho en marzo. Y su esbelta figura desmentía la pesadez que sentía en el estómago. (¡Por el amor de Dios, rebaja a cuatro las cervezas! ¿Vale? ¿Podemos soportarlo?) Los ojos, en cambio, sí; sí que estaban bastante rojos. Pero eso se arreglaba enseguida. Un estilista conoce mil maneras de hacer que los viejos parezcan jóvenes; los poco agraciados, bellos y los cansados, despiertos. Comenzó con unas cuantas gotas de colirio, seguidas por el golpe de gracia: unos cuantos retoques con un corrector de ojeras. Calvert se puso la chaqueta de cuero, cerró la puerta y se dirigió al pasillo de su apartamento del East Village, tranquilo a esas horas, poco antes del mediodía. La mayor parte de la gente, suponía, había salido a disfrutar del primer fin de semana realmente primaveral del año, o estaban aún durmiendo para recuperarse de sus excesos nocturnos. Salió por la puerta trasera, como hacía siempre, hacia el callejón que había detrás del edificio. Conforme avanzaba por la acera, a unos cuantos metros, le pareció ver algo: algo se movía por una de las callejuelas sin salida que daban al callejón. Se detuvo y entornó los ojos en la penumbra. Un animal. ¡Cielos!, ¿sería una rata? Pues no: era un gato, y parecía herido. Miró alrededor, pero el callejón estaba totalmente desierto, ni rastro del dueño. ¡Oh! ¡Pobre animalito! A Calvert no le gustaban especialmente los animales de compañía, pero el año anterior había cuidado al Norwich terrier de un vecino, y recordó que el hombre le había dicho que si lo necesitaba, el veterinario de Bilbo estaba justo en la esquina de St. Marks. Dejaría el gato allí de camino del metro. Tal vez quisiera quedarse con él su hermana. Ella adoptaba niños, así que, ¿por qué no gatos? Deambular por los callejones de un barrio como aquél no era una buena idea, pero Calvert comprobó que seguía estando completamente solo. Avanzó con lentitud por la acera para no asustar al animal. Estaba echado sobre un costado, maullando débilmente. ¿Lo podría coger? ¿Intentaría arañarle? Recordaba haber visto algo en – ¡Oye!, ¿qué es lo que te pasa, hombre? -preguntó en tono tranquilizador-. ¿Estás herido? Acuclillándose, dejó su maletín de maquillaje sobre los adoquines de la acera y extendió el brazo con mucho cuidado, por si el animal intentaba atacarle. Le tocó, pero retiró la mano de inmediato, desconcertado. El animal estaba helado y escuálido. Se le notaban los huesos duros bajo la piel. ¿Tal vez se acababa de morir? No, movía una pata todavía. Y emitió otro maullido débil. Volvió a tocarlo. Y… un momento…, no eran huesos lo que tenía debajo de la piel. Eran varillas, y en el interior del cuerpo lo que había era una caja metálica. ¿Qué coño era eso? ¿Sería una cámara oculta? ¿O sólo se trataba de algún imbécil que intentaba tomarle el pelo? Miró hacia arriba y vio que había alguien a pocos metros. Calvert dio un grito ahogado y retrocedió. Había un hombre acuclillado… Pero… no, no. Se dio cuenta de que era su propia imagen reflejada en un espejo de cuerpo entero que había en la esquina, al final del oscuro callejón. Calvert vio su cara: una cara de horror, con los ojos espantados y paralizada por un momento. Empezó a relajarse y se rió. Pero acto seguido le hizo fruncir el ceño verse a sí mismo inclinarse hacia adelante: el espejo se venció y terminó hecho añicos sobre los adoquines. El hombre maduro y con barba que estaba escondido a sus espaldas se abalanzó sobre él, amenazándole con un trozo largo de tubería que llevaba en la mano. – ¡No! ¡Socorro! -gritó el joven, retrocediendo penosamente-. ¡Dios mío! ¡Dios mío! La tubería giró, describiendo un arco muy pronunciado que apuntaba directamente a la cabeza de Calvert. Pero él se apresuró a coger el maletín de maquillaje y se lo lanzó al agresor, desviando el golpe. Se puso en pie con dificultad y echó a correr. El agresor corrió tras él, pero los adoquines estaban resbaladizos y se cayó con todo el peso sobre una rodilla. – ¡Tome la cartera! ¡Llévesela! -Se sacó la billetera del bolsillo y la arrojó a sus espaldas. El hombre no le prestó ninguna atención, se incorporó y volvió a correr tras él. Estaba entre Calvert y la calle; la única posibilidad de escape era volver al edificio. ¡Cielo santo, Dios mío! – ¡Socorro, auxilio, socorro! «Las llaves», pensó. «Necesito coger las llaves ahora mismo». Se metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero y las sacó, mientras volvía la cabeza un instante. El hombre estaba a pocos metros. «Si no abro la puerta a la primera no hay más que hacer…, soy hombre muerto.» Calvert ni siquiera redujo la velocidad. Se estampó contra la puerta metálica y, ¡milagro!, logró introducir la llave y girarla a toda velocidad. Al abrirse el pestillo, volvió a sacar la llave, cruzó el umbral de un salto y cerró la puerta de acero tras de sí de un portazo. Se cerró automáticamente. El corazón le latía apresuradamente y jadeaba atemorizado; descansó unos momentos. Pensaba: ¿Será un atracador? ¿Uno de esos tipos que dan palizas a los gays? ¿Un drogata? En realidad no importaba. «No voy a dejar que este gilipollas se salga con la suya.» Echó a correr pasillo adelante hacia su apartamento. También abrió la puerta de éste a la primera. Entró de un salto, cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo. Se dirigió corriendo a la cocina, cogió el teléfono y marcó el 911. No tardó en escuchar una voz de mujer que decía: «Policía y emergencias de incendio». – ¡Hay un hombre!, ¡me acaba de atacar! Está fuera. – ¿Está herido? – No, ¡pero tiene que enviar a la policía! ¡Deprisa! – ¿Está ahí con usted? – No, él no ha entrado aquí. He cerrado las puertas. Pero puede que siga aún en el callejón. ¡Dése prisa! ¿Qué era eso? Calvert caviló. Había sentido una brisa suave en la cara. La sensación le resultaba familiar, y pronto advirtió que era la corriente de aire que se formaba al abrir la puerta de entrada del apartamento. La telefonista del 911 preguntó: «Oiga, señor, ¿sigue usted ahí? ¿Puede…?». Calvert se dirigió hacia la puerta dando tumbos y dio un grito al ver que el hombre de la barba con el trozo de tubería estaba sólo a unos metros de él, y que desconectaba pausadamente la conexión telefónica de la pared. ¡Las puertas! ¿Cómo había abierto las cerraduras? Calvert retrocedió todo lo que pudo: hasta el frigorífico; no había otro sitio más lejos. – ¿Qué? -murmuró al advertir las cicatrices que tenía el hombre en el cuello y la mano deforme-. ¿Qué es lo que quiere? Durante algunos momentos, el agresor no le prestó ninguna atención y se limitó a mirar a su alrededor, primero a la mesa de la cocina, y después a la gran mesa de madera del comedor. Hubo algo en esta última que pareció agradarle. Se volvió, y cuando lanzó la tubería contra los brazos levantados de Calvert, pareció que el golpe más bien obedecía a un cambio de opinión. Se aproximaron en silencio. Eran dos coches patrulla, con dos oficiales en cada uno. El sargento se bajó del primero antes incluso de que éste se hubiera detenido del todo. Habían pasado sólo seis minutos desde que recibieron la llamada del 911. Aunque se había interrumpido, la Central sabía desde qué bloque y apartamento se había realizado, gracias a la tecnología de localización de llamadas. Seis minutos… Si tenían suerte, encontrarían a la víctima viva y coleando. Si no tenían tanta suerte, por lo menos el agresor estaría aún en el apartamento, rebuscando entre las pertenencias de la víctima. El sargento hizo una llamada desde su Motorola. – Cuatro Cinco Tres Uno a Central. Aquí Diez Ochenta y Cuatro en la escena de la agresión en la calle Nueve. Cambio. – Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Ya está en camino una ambulancia. ¿Hay algún herido? Cambio. – No lo sé todavía. Corto. – Comprendido, Cuatro Cinco Tres Uno. Corto. Envió a uno de sus hombres a la parte posterior del edificio para que cubriera la puerta de servicio y las ventanas traseras, mientras ordenaba a otro que se quedara en la entrada principal. Un tercer oficial acompañó al sargento al portal. Si tenían suerte, el agresor saldría por una ventana y se rompería la rodilla. El sargento no estaba de humor para perseguir gilipollas en un día tan hermoso como aquél. Se encontraban en la Alphabet City, llamada así por los nombres de las avenidas que corrían de Norte a Sur en esa zona: la A, la B, la C…, Si tenían suerte, sólo llevaría un cuchillo, o algo parecido a lo que aquel otro idiota hasta arriba de crack había utilizado para amenazarle la semana anterior: un palillo de comida china y la tapadera de un cubo de basura a modo de escudo. Bueno, por lo menos ahí tenían un respiro: no era necesario que encontraran a alguien que les abriera la puerta de seguridad. Vieron que iba a salir del portal una ancianita, cargada con un bolso de la compra del que sobresalía una enorme piña. Parpadeando por la sorpresa que le causó encontrarse con los agentes, abrió la puerta y la sujetó para cederles el paso. Ellos entraron a toda prisa y como respuesta a la pregunta de la mujer sobre el motivo de su presencia, dijeron: – No hay por qué preocuparse, señora. El apartamento 1J estaba en la planta baja, en la parte posterior. El sargento se colocó a la izquierda de la puerta. El otro oficial se puso al otro lado, miró a su compañero y asintió con la cabeza. El sargento llamó enérgicamente a la puerta con sus poderosos nudillos. – ¡Policía! ¡Abra la puerta! ¡Ábrala ahora mismo! No hubo respuesta alguna desde dentro. – ¡Policía! Comprobó el picaporte. Más suerte. No estaba cerrada. El sargento empujó la puerta y ambos hombres se quedaron en su posición, sin entrar, a la espera. Pasados unos instantes, el sargento se asomó. – ¡Por el amor de Dios! -susurró al ver lo que había en el centro del salón. La palabra «suerte» desapareció de su mente por completo. El secreto del éxito de la magia proteica, o transformismo, consiste en hacer cambios, claros pero sencillos, en el aspecto y en la conducta, al tiempo que se distrae al público mediante la desorientación. Y no había un cambio más claro que transformarse en una mujer de setenta y cinco años con la cesta de la compra. Malerick sabía que la policía no tardaría en llegar. Así que, tras su breve actuación en el apartamento de Tony Calvert, se cambió rápidamente y se puso uno de los atuendos que utilizaba para sus números de escapismo: un vestido azul de cuello alto y una peluca blanca. Se recogió los vaqueros elásticos hasta que quedaron ocultos por debajo del dobladillo del vestido, y dejó al descubierto unos calcetines elásticos. Se quitó la barba y se aplicó el colorete de color rojo chillón que llevan algunas viejas chaladas. También se pintó bastante las cejas. Varias docenas de toques con un lápiz color siena le imprimieron las arrugas propias de una septuagenaria. Y se cambió de zapatos. Y en cuanto a la desorientación, había encontrado en el apartamento un cesto de la compra, que rellenó de papel de periódico -y, oculto entre las hojas, metió el trozo de tubería y la otra arma que había utilizado para su «número»-, sobre el que colocó una gran piña fresca que encontró en la cocina de Calvert. Si se encontraba con alguien antes de salir del edificio, era posible que repararan en él, pero con certeza en lo que se fijarían era en la enorme piña, que fue precisamente lo que pasó cuando sujetó la puerta para cederles el paso a los policías. Después, a unos cuatrocientos metros del edificio y todavía vestido de mujer, se detuvo y se apoyó en el muro de un bloque como si estuviera intentando recuperar el aliento. Luego se metió en un callejón oscuro. De un tirón se quitó el vestido, cuyas costuras eran diminutas tiras de velero. Metió el traje y la peluca en una correa elástica de treinta centímetros de ancho que llevaba alrededor de la cintura y que comprimía las prendas de modo que no se notaban bajo la camisa. Volvió a bajarse la parte inferior de las perneras, y procedió a desmaquillarse con toallitas que llevaba en el bolsillo, hasta que el colorete, las arrugas y la pintura para las cejas desaparecieron, como comprobó en un pequeño espejo que llevaba. Tiró las toallitas en la cesta de la compra, y metió la piña en una bolsa verde de basura. Se fijó en un coche mal aparcado que había cerca, así que forzó la cerradura del maletero y arrojó allí la bolsa. A la policía nunca se le ocurriría registrar los maleteros de los coches aparcados y, de todas formas, lo más posible era que la grúa se llevara aquel coche antes de que su dueño volviera. Salió de nuevo a la calle principal, y dirigió sus pasos hacia una de las bocas de metro del West Side. A él le parecía que todo había ido bien, teniendo en cuenta que había resbalado en la maldita acera, lo que había dado al artista cierta ventaja y le había permitido echar el cerrojo a dos puertas. Sin embargo, Malerick ya tenía a mano sus herramientas para forzar cerraduras cuando llegó a la puerta trasera del bloque de Calvert. Había pasado años estudiando la técnica de abrir cerraduras. Era una de las primeras habilidades que le enseñó su mentor. Una persona que fuerza cerraduras emplea dos herramientas: una llave de gancho, que se inserta en la cerradura y se gira para ejercer presión sobre las clavijas de cierre que hay dentro, y el gancho propiamente dicho, que retira las clavijas para que el cierre quede abierto. Retirar las clavijas una por una puede llevar mucho tiempo, así que Malerick había llegado a dominar una técnica muy difícil llamada «restregado» que permitía desplazar el gancho hacia adelante y hacia atrás con toda rapidez, lo que apartaba las clavijas. El restregado sólo funciona cuando la persona que lo está haciendo nota el punto exacto en que han de combinarse el par de torsión del cilindro y la presión de las clavijas. Con unas herramientas de sólo unos cuantos centímetros de largo, a Malerick no le llevó más de treinta segundos abrir las cerraduras de la puerta trasera y del apartamento de Calvert. Un poco antes de llegar a la boca de metro se detuvo a comprar un ejemplar del No se atrevía a correr el riesgo de defraudar a su público. |
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