"El Hombre Evanescente" - читать интересную книгу автора (Deaver Jeffery)

Capítulo 11

– Esto es un horror, Rhyme.

Amelia Sachs pronunció esas palabras ante el micrófono de diadema. Se hallaba de pie en la puerta de entrada al apartamento 1J, en el corazón de Alphabet City.

Esa misma mañana, Lon Sellitto había ordenado a todos los agentes de la Central encargados de transmitir avisos que le notificaran de inmediato cualquier información sobre homicidios en Nueva York. Cuando llegó un informe sobre aquel asesinato, llegaron a la conclusión de que era obra de El Prestidigitador: la forma misteriosa en que el asesino había conseguido entrar al apartamento del joven era una pista. Pero el factor decisivo fue que había destrozado el reloj de la víctima, como había hecho con el de la estudiante en su primer asesinato esa misma mañana.

Una de las diferencias entre ambos casos era la causa de la muerte. Y eso fue lo que provocó el comentario que Sachs le hizo a Rhyme. Mientras Sellitto daba órdenes a los detectives y los agentes de patrulla en el pasillo, Sachs estudió a la pobre víctima: un hombre joven llamado Anthony Calvert. Estaba tendido boca arriba en mitad de la mesa del comedor, brazos y piernas extendidos, y las manos y los pies atados a las patas de la mesa. Tenía el abdomen completamente cortado, hasta la columna.

Sachs estaba describiendo la herida a Rhyme.

– Bueno -dijo el criminalista sin demostrar emoción alguna-. Tiene lógica.

– ¿Lógica?

– Yo diría que sigue con el tema de la magia. Utilizó cuerdas en el primer asesinato. Y ahora parte a su víctima en dos.

Sachs le oyó decir en voz más alta, probablemente dirigiéndose a Kara:

– ¿Eso es un truco de magia, no? ¿Partir a alguien en dos mitades?

Se produjo un silencio, tras el cual volvió a dirigirse a Sachs:

– Dice que es un truco clásico de ilusionismo.

Rhyme tenía razón, pensó Amelia; ella se había quedado impresionada con la escena y no había relacionado los dos asesinatos.

Un truco de ilusionismo…

Aunque «mutilación macabra» sería una definición más adecuada.

«Procura que no te afecte», se dijo a sí misma. Un sargento se mantendría distanciado.

Pero, de pronto, reparó en algo que no se le había ocurrido.

– Rhyme, ¿tú crees…?

– ¿Qué?

– ¿Tú crees que estaba vivo cuando el asesino empezó a cortarle? Tiene las manos atadas a las patas de la mesa.

– ¿Te refieres a que tal vez nos haya dejado alguna señal, alguna pista sobre la identidad del asesino? Eso está bien…

– No -dijo ella con suavidad-. Me refiero al dolor.

– ¡Ah, a eso!

¡Ah, a eso!

– Los análisis de sangre nos lo dirán.

Entonces, Sachs advirtió un traumatismo producido por un objeto romo y grande en la sien de Calvert. Era una herida que no había sangrado mucho, lo que indicaba que el corazón se había parado poco después de que le rompieran el cráneo.

– No, Rhyme. Parece que el corte fue postmortem.

Oyó la voz lejana del criminalista, que se dirigía a su ayudante para decirle que lo escribiera en la pizarra con las pruebas. Dijo alguna otra cosa, pero Sachs no le estaba prestando atención alguna. La imagen de la víctima se había apoderado de ella con fuerza y no podía apartarla de su mente. Pero eso era precisamente lo que quería. Sí, podía olvidarse de la muerte -como tenían que hacer todos los policías de escenas del crimen-, y lo haría en unos momentos. Sin embargo, en su opinión, la muerte se merecía unos instantes de quietud. No por ningún motivo que tuviera que ver con la espiritualidad o con un respeto abstracto por los muertos. No, lo hizo para ella, para que su corazón resistiera el endurecimiento hasta hacerse como de piedra, un proceso al que tenía que someterse con demasiada frecuencia en su profesión.

Se dio cuenta de que Rhyme estaba diciéndole algo.

– ¿Qué? -le preguntó.

– Estaba pensando… ¿hay armas?

– No se ha encontrado ninguna. Pero yo no he empezado a registrar todavía.

Un sargento y un oficial de uniforme se unieron a Sellitto en la puerta.

– He estado hablando con los vecinos -dijo uno de ellos. Señaló con la cabeza el cadáver, se volvió y, con toda rapidez, volvió a girar la cabeza hacia la víctima. Sachs supuso que aún no había visto la carnicería de cerca.

– La víctima era un tipo amable y tranquilo. Le gustaba a todo el mundo. Era homosexual, pero no de la sección dura ni nada por el estilo. Llevaba ya un tiempo sin salir con nadie.

Sachs asintió y luego dijo ante su micro:

– No parece que conociera al asesino, Rhyme.

– Bueno, tampoco pensábamos que fuera probable, ¿no? -dijo el criminalista-. El Prestidigitador tiene otros planes, sean los que sean.

– ¿A qué se dedicaba? -les preguntó Sachs a los oficiales.

– Maquillador y estilista en uno de los teatros de Broadway. Encontramos su maletín en el callejón. Ya sabes: laca, maquillaje, brochas.

Sachs pensó si Calvert habría trabajado alguna vez para fotógrafos de moda, en cuyo caso, tal vez la había maquillado a ella cuando trabajó para la agencia de modelos Chantelle, en Madison Avenue. A diferencia de muchos fotógrafos y de los ejecutivos, los maquilladores trataban a las modelos como si fueran seres humanos. Un ejecutivo financiero podría hacer el siguiente comentario respecto a una modelo: «Bueno, pues vamos a pintarla y veremos cómo queda». A lo que el maquillador respondía: «Disculpe, pero no sabía que la chica fuera una valla».

Un detective asiático-americano de la Comisaría Novena, a la que correspondía esa zona de la ciudad, se acercó a la puerta mientras colgaba su teléfono móvil.

– ¿Qué os parece, eh? -preguntó jovialmente.

– Qué os parece -murmuró Sellitto-. ¿Tienes idea de cómo se escapó? La propia víctima llamó al 911. Los agentes que respondieron a la llamada debieron de tardar en llegar diez minutos.

– Seis -precisó el detective.

Uno de los sargentos dijo:

– Nos aproximamos en silencio y cubrimos todas las puertas y ventanas. Cuando entramos en la casa, el cuerpo estaba todavía caliente. Estoy hablando de un 98,6. Fuimos puerta por puerta, pero ni rastro del autor.

– ¿Algún testigo?

El sargento asintió.

– La única persona con la que nos encontramos en el portal fue a una señora mayor. Fue ella quien nos abrió la puerta. Cuando vuelva habláremos con ella. Tal vez le viera.

– ¿La señora se marchó?

– Sí.

Rhyme lo oyó, y dijo:

– ¿Sabes quién era, no?

– ¡Joder! -exclamó bruscamente Sachs.

– No -dijo el detective-. Pero no importa, hemos echado tarjetas por debajo de todas las puertas. Nos llamará.

– No, no nos llamará -dijo la oficial con un suspiro-. Era el asesino.

– ¿Ella? -preguntó el sargento elevando la voz. Soltó una carcajada.

– No era «ella» -le explicó Sachs-. Era una ancianita sólo en apariencia.

– ¡Un momento, oficial! -le interrumpió Sellitto-. No nos volvamos tan paranoicos. Ese tipo no puede hacer operaciones de cambio de sexo ni cosas por el estilo.

– Sí, sí que puede. Recuerda lo que nos dijo Kara. Era ella, teniente. ¿Qué te apuestas?

Oyó la voz de Rhyme en su oído:

– Yo no apuesto esta vez, Sachs.

– Pero esa mujer tenía como… setenta años o algo así -dijo el sargento a la defensiva-. Y llevaba una gran bolsa con verduras. Había una piña que…

– Mirad -dijo Sachs señalando a la encimera de la cocina, sobre la cual había dos hojas puntiagudas. Junto a ellas había una pequeña tarjeta con una gomita, cortesía de los establecimientos Dole, en la que figuraban algunas sabrosas recetas para hacer con piña fresca.

¡Joder! ¡Y lo habían tenido delante, a unos cuantos centímetros!

– Además -continuó Rhyme-, el arma asesina estaba probablemente en la cesta de la compra.

Sachs repitió estas palabras al cada vez más sombrío detective de la Novena.

– No le viste la cara, ¿verdad? -le preguntó al sargento.

– En realidad, no. Sólo la miré de refilón. Iba…, iba toda maquillada, toda llena de…, ¿cómo se llama eso? Mi abuela lo usaba…

– ¿Colorete? -le preguntó Sachs.

– Eso es. Y llevaba las cejas pintadas. Bueno, ahora la…, le encontraremos. No puede haber ido muy lejos.

– Se ha vuelto a cambiar de ropa, Sachs -dijo Rhyme-; es probable que haya tirado la que llevaba puesta en algún lugar de los alrededores.

Sachs le dijo al detective asiático:

– Ahora va vestido con otra ropa. Pero el sargento puede darte una descripción de las prendas. Deberías mandar a algunos agentes para que busquen en los contenedores y los callejones cercanos.

El detective frunció el ceño con frialdad y miró a Sachs de arriba abajo. Una mirada de advertencia que le lanzó Sellitto le recordó a la oficial que una parte importante del proceso de llegar a ser sargento era no actuar como tal hasta que uno lo fuera realmente. Acto seguido, él mismo autorizó la búsqueda, así que el detective recogió su transmisor y realizó la llamada.

Sachs se puso el mono de tyvek y recorrió la cuadrícula en el portal y el callejón (donde encontró la prueba más rara con la que jamás se había cruzado: un gato negro de juguete). A continuación hizo lo mismo en la horripilante escena del apartamento del joven, examinó el cadáver y recopiló las pruebas.

Se dirigía a su coche cuando Sellitto la detuvo.

– ¡Eh, oficial! Espera un momento. -Colgó el teléfono. A juzgar por el ceño fruncido que lucía, la conversación que acababa de mantener había debido de ser difícil-. Tengo que reunirme con el capitán y con el comisario para tratar el caso de El Prestidigitador. Pero necesito que hagas algo por mí. Vamos a añadir a alguien al equipo y quiero que le recojas.

– Vale. Pero, ¿por qué otra persona?

– Porque nos hemos encontrado con dos cadáveres en cuatro horas y no tenemos a ningún sospechoso, ¡me cago en la leche! -le soltó-. Y eso significa que los mandamases no están contentos, precisamente. He aquí tu primera lección sobre cómo ser una sargento: cuando los de arriba no están contentos, uno no está contento.


* * *

El Puente de los Suspiros.

Era la pasarela elevada que conectaba las dos gigantescas torres del Centro de Detención de Manhattan, situado en Centre Street, en el centro de Manhattan.

El Puente de los Suspiros: un camino que había sido recorrido por los más grandes mafiosos con sus cien sicarios; por jóvenes aterrorizados que lo único que habían hecho era sacudir con un bate de béisbol al gilipollas que había dejado embarazada a su hermana o a su prima; por majaderos con los nervios a flor de piel que habían matado a un turista por cuarenta y dos dólares, porque necesitaba el crack, lo necesitaba, tío, lo necesitaba…

Amelia Sachs iba cruzando el puente en ese momento de camino hacia el Centro, cuyo nombre oficial era Complejo Bernard B. Kerik, aunque de manera informal se le llamaba «Las Tumbas», denominación heredada de la antigua cárcel de la ciudad, que se hallaba al otro lado de la calle. Allí, en los dominios del poder policial de la ciudad, Sachs le dijo su nombre a un guardia, entregó su Glock (el arma extraoficial, una navaja automática, la había dejado en el Camaro) y entró en el seguro vestíbulo que había al otro lado de una ruidosa puerta eléctrica que se cerró con un crujido.

Unos minutos más tarde, el hombre a quien había venido a recoger salió de una sala de interrogatorio de detenidos que había cerca. Esbelto, de treinta y muchos años, con un pelo castaño que estaba empezando a ralear y una ligera sonrisa dibujada en su cara de buena gente. Llevaba americana, camisa azul de vestir y vaqueros.

– ¡Amelia, eh, oye! -chilló con acento sureño-. ¿Vas llevarme a casa de Lincoln?

– ¡Hola, Rol! Claro que sí.

El detective Roland Bell se desabrochó la chaqueta y Amelia le miró de reojo el cinturón. Al igual que ella, y en cumplimiento de las normas, no iba armado, aunque advirtió que llevaba dos fundas vacías a la altura del estómago. Recordó que en la época en que trabajaron juntos solían comparar historias de cómo «clavar los clavos» (expresión típica del sur que se usa para referirse al tiro), una afición para él y un deporte de competición para ella.

Se les unieron dos hombres que habían estado también en la sala de interrogatorios. Uno iba de traje; era un detective que ella ya conocía de antes: Luis Martínez, un hombre callado, con el pelo cortado al rape y unos ojos vivos y prudentes.

El segundo iba vestido con ropa de ejecutivo en fin de semana: pantalones de sport color caqui, una camisa negra de Izod y una cazadora descolorida. Se lo presentaron a Sachs como Charles Grady, aunque ella ya lo conocía de vista: era el fiscal adjunto del distrito, una celebridad entre las fuerzas del orden de Nueva York. Aquel hombre enjuto, de mediana edad y licenciado en Derecho por la Universidad de Harvard, había seguido en la oficina del fiscal del distrito mucho después de que la mayoría de sus colegas se hubieran trasladado a puestos más lucrativos. «Pitbull» y «tenaz» eran dos de los muchos clichés con los que solía referirse a él la prensa. Se le comparaba (comparación de la que él salía mejor parado) con Rudolph Giuliani, pero, a diferencia del antiguo alcalde, Grady no tenía ambiciones políticas. Estaba contento en la oficina del fiscal, dedicado a lo que para él era una pasión y que describía simplemente como «meter a tipos malos en la cárcel».

Y resultaba que lo hacía a las mil maravillas; su historial de condenas era uno de los mejores en los anales de la ciudad.

Bell estaba allí debido al caso que ocupaba a Grady en aquel momento. El Estado había interpuesto una acción judicial contra un agente de seguros de cuarenta y cinco años que vivía en una ciudad rural del norte del Estado de Nueva York. Sin embargo, más que por redactar pólizas de propiedad inmobiliaria, a Andrew Constable se le conocía por dirigir una milicia local, la Unión Patriótica. Se le acusó de conspiración de asesinato y delitos de xenofobia, y el caso fue trasladado a la sede central a raíz de una moción de cambio de jurisdicción.

Conforme se aproximaba la fecha del juicio, Grady empezó a recibir amenazas de muerte, y hacía unos días que le habían llamado de la oficina de Fred Dellray, un agente del FBI que solía trabajar con Rhyme y Sellitto. Dellray se hallaba en aquel momento en algún lugar desconocido, cumpliendo una misión clasificada relacionada con el antiterrorismo, pero sus compañeros sabían que parecía inminente un atentado grave contra la vida de Grady. El jueves por la noche o el viernes de madrugada habían entrado a robar en la oficina del fiscal adjunto. Fue entonces cuando se tomó la decisión de llamar a Roland Bell.

La misión oficial de aquel agente de voz suave oriundo de Carolina del Norte era trabajar en Homicidios y otros delitos graves junto a Sellitto. Pero también dirigía una división extraoficial de detectives del NYPD conocida por las siglas SWAT, que no tenían nada que ver con Cops, como pensaría cualquier seguidor de dicha serie; a algún agente guasón se le había ocurrido rebautizarlo como: «Equipo de Salvación del Culo de los Testigos» [10].

Bell tenía, como él mismo solía explicar, «una habilidad especial para mantener vivas a personas que otros deseaban que estuvieran muertas».

Como consecuencia, además de su trabajo habitual de investigación con Sellitto y Rhyme, Bell prolongaba su jornada laboral dirigiendo ese destacamento de protección.

Pero ahora, Grady tenía sus guardaespaldas, y los mandamases de la Central -los descontentos mandamases- habían decidido dar un mayor empuje a las acciones para atrapar al Prestidigitador. Se necesitaba más músculo en el equipo de Rhyme y Sellitto, y Bell era la elección lógica.

– Ya has visto a Andrew Constable -le dijo Grady a Bell indicándole con la cabeza el grasiento cristal de la ventana que daba a la sala de interrogatorios.

Sachs se acercó a la ventana y vio que el detenido era un hombre delgado, de aspecto bastante distinguido, que vestía un mono de color naranja. Estaba sentado ante una mesa, tenía la cabeza agachada y asentía lentamente con la cabeza.

– ¿Te esperabas que fuera así? -continuó Grady.

– Creo que no -contestó Bell con su acento sureño-. Yo pensaba que tendría un aspecto más pueblerino, que se parecería más uno de esos fanáticos de manual, ¿sabes a los que me refiero? Pero ese tipo tiene unos modales bastante notables. El meollo de la cuestión, Charles, es que él no se siente culpable.

– Desde luego que no. -Grady hizo una mueca-. Va a ser difícil condenarle. -Soltó una risa irónica-. Pero para eso me dan los buenos billetitos que gano. -Grady ganaba menos que un abogado recién incorporado a un bufete de Wall Street.

– ¿Se sabe algo más del robo en tu oficina? -preguntó Bell-. ¿Está preparado ya el informe preliminar? Necesito verlo.

– Están en ello. Nos encargaremos de que te envíen una copia.

– Y hay otro asunto del que tenemos que ocuparnos -siguió Bell-. Dejaré a mis chicos y chicas contigo y con tu familia, pero no tienes más que llamarme por teléfono para que me presente donde tú me digas.

– Gracias, detective. Mi hija te envía recuerdos. A ver si organizamos una reunión con ella y tus chicos. Y a ver si conocemos también a tu amiga…, ¿dónde me dijiste que vive?

– Lucy está en Carolina del Norte.

– ¿Es también policía, verdad?

– Sí. Es jefa interina del Departamento del Sheriff. En la gran metrópolis de Tanner's Corner [11].

Luis Martínez advirtió que Grady hacía ademán de dirigirse a la puerta y se acercó de inmediato al fiscal adjunto.

– ¿Puede esperarme aquí un momento, Charles? -El guardaespaldas abandonó la zona de seguridad y fue a recuperar su arma del guardia que la tenía en custodia y que vigilaba atentamente la pasarela y el puente.

Fue entonces cuando oyeron una suave voz a sus espaldas.

– ¡Hola, señorita!

Sachs detectó en esas palabras una cadencia especial, modulada a partir de una amplia experiencia en el sector servicios y en contacto con el público. Se volvió y vio a Andrew Constable, que estaba de pie junto a un enorme guardia. El detenido era bastante alto, y se mantenía en una postura totalmente erguida. Tenía el pelo salpicado de canas, ondulado y abundante. Junto a él estaba su abogado, bajito y gordo.

– ¿Forma parte del equipo que cuida del señor Grady?

– Andrew -le advirtió su abogado.

El detenido asintió, pero mantuvo una ceja levantada mientras miraba a Sachs.

– Yo no estoy en este caso -explicó ella, eximiéndose de todo compromiso.

– ¡Ah!, ¿no? Iba a contarle ahora precisamente lo que le acabo de contar al detective Bell. Con franqueza, no sé nada de esas amenazas al señor Grady. -Se volvió hacia Bell, quien le devolvió la mirada. El policía de Tarheel podía parecer tímido y reservado a veces, pero nunca se mostraba así cuando se enfrentaba a un sospechoso. En aquella ocasión, lanzó al acusado una mirada impasible como respuesta.

– Usted tiene que hacer su trabajo, yo lo entiendo. Pero créame, yo no le haría daño al señor Grady. Una de las cosas que ha hecho grande a este país es el juego limpio. -Una risa-. Yo le ganaré en el juicio. Y lo haré gracias a mi brillante amigo. -Señaló a su abogado. Luego miró con curiosidad a Bell-. Hay una cosa que me gustaría mencionar, detective. Me pregunto si le interesaría a usted saber lo que han estado haciendo mis Patriotas en Canton Falls.

– ¿A mí?

– Bueno, no me refiero a esa tontería de la conspiración, que no tiene ningún sentido. A lo que me refiero es a lo que realmente nos mueve.

– Vamos, Andrew, es mejor que mantengas la boca cerrada -le advirtió el abogado.

– Pero si sólo estamos conversando, Joe. -Lanzó otra mirada a Bell-. ¿Qué opina usted?

– ¿Qué quiere decir? -le preguntó Bell con frialdad.

A pesar de la evidente alusión al racismo y las raíces sureñas del detective, éste no entró al trapo.

– Los derechos de los Estados, los trabajadores, el gobierno local frente al federal… Debería consultar nuestro sitio web, detective. -Se rió-. La gente cree que se va a encontrar con esvásticas y todo eso, pero con lo que se encuentra es con Thomas Jefferson y George Masón. -Al quedarse callado Bell, un espeso silencio llenó el pesado ambiente que les rodeaba. El detenido hizo un gesto negativo con la cabeza, se rió y luego pareció avergonzado-. ¡Señor, Señor!, disculpe… a veces no puedo controlarme y me pongo a lanzar discursos de la manera más ridícula. Sólo necesito que haya unas cuantas personas ante mí para…, en fin, que abuso de su hospitalidad.

– Vámonos -dijo el guardia.

– Vale -respondió el preso. Saludó con la cabeza a Sachs, luego a Bell. Avanzó por el pasillo arrastrando los pies, con el suave tintineo de las cadenas que llevaba en los tobillos.

Su abogado saludó con la cabeza al fiscal adjunto -dos adversarios que se respetaban mutuamente, aunque también recelaban el uno del otro- y abandonó la zona de seguridad.

Acto seguido salieron también Grady, Bell y Sachs, a los que se unió Martínez.

– No parece que sea un monstruo -dijo la oficial-. ¿De qué se le acusa exactamente?

– Un tipo de ATF [12] que trabaja de forma clandestina contra la posesión ilegal de armas en la zona norte del Estado descubrió el complot, y pensamos que Constable está detrás -dijo Grady-. Algunos de sus secuaces iban a atraer a agentes de policía hacia lugares remotos del condado, haciendo llamadas al 911. Si alguno de los que acudía era negro, pensaban secuestrarle, desnudarle y lincharle. ¡Ah!, también se habló de castración.

Sachs, que se había enfrentado a muchos crímenes terribles en los años que llevaba en el cuerpo, parpadeó horrorizada al oír tal información.

– ¿Lo dices en serio?

– Y eso sólo era el principio -asintió Grady-. Los linchamientos eran, al parecer, parte de un plan más amplio. Ellos esperaban que si mataban a bastantes policías y los medios de comunicación ofrecían imágenes de las ejecuciones, eso incitaría a los negros a sublevarse. Y eso sería una ocasión para que los blancos del condado tomaran represalias y los aniquilaran. Esperaban que los hispanos y los asiáticos se unieran a los negros, con lo cual la revolución blanca podría eliminarlos a ellos también.

– ¿Pero en qué siglo se creen que viven?

– Pufff…, si tú supieras lo que hay por ahí.

– Ahora está bajo tu protección -le dijo Bell a Luis-. No te alejes mucho.

– Descuide -respondió el detective. Grady y su delgado guardaespaldas abandonaron el vestíbulo de la sala de detenciones, y Sachs y Bell fueron a recoger sus armas del mostrador de control de entradas. Al volver a la parte del edificio del Tribunal de lo Penal correspondiente a los juzgados, mientras caminaban por el Puente de los Suspiros, Sachs le contó a Bell el caso de El Prestidigitador y sus víctimas.

Bell se estremeció al escuchar la horripilante muerte que tuvo Anthony Calvert.

– ¿Y el móvil?

– No lo sé.

– ¿Sigue alguna pauta?

– Ídem de ídem.

– ¿Qué aspecto tiene el asesino?

– Eso también es un poco incierto.

– ¿Nada de nada?

– Creemos que es varón, blanco y de constitución mediana.

– Entonces, ¿nadie le ha visto?

– En realidad le ha visto mucha gente. La primera vez que le vieron, era un hombre de pelo moreno, con barba y en la cincuentena. La vez siguiente era un conserje calvo de unos sesenta años. La tercera era una mujer de más de setenta años.

Bell esperó a que ella se riera, puesto que eso confirmaría que era una broma. Pero al ver que la expresión de Sachs seguía siendo sombría, preguntó:

– ¿No me estás tomando el pelo?

– Me temo que no, Roland.

– Yo soy bueno con esto -dijo Bell meneando la cabeza y palpándose la pistola automática que llevaba en la cadera derecha-. Pero necesito un blanco.

«Ya tienes algo por lo que rezar», pensó Amelia Sachs.