"Falsa identidad" - читать интересную книгу автора (Scottoline Lisa)

10

Alice entró en la biblioteca legal de la cárcel, una amplia sala gris con una fina moqueta del mismo color, y entregó su pase a la funcionaría de la puerta. Disponía sólo de quince minutos para las consultas. Era tiempo suficiente. Se fijó en la amalgama de grasientos rizos de Valencia, inclinada sobre un texto legal, en un banco situado en uno de los cubículos metálicos del centro de la sala. La muchacha trataba constantemente de que se le revocara la condena, enviando cartas de reclamación al Congreso, al presidente, y por la razón que fuera, a Katie Couric. Valencia alegaba que la sentencia de obligado cumplimiento por posesión de coca era injusta, basándose en que la habían condenado por ello.

Alice reía para sus adentros. Valencia sabía dónde se metía cuando aceptó el trabajo. Hacía circular la coca para sacar un dinero que utilizaba para comprar a Santo la ropa con más volantes que había llevado jamás un niño, además de un cochecito con un toldo de plástico que parecía una tienda de oxígeno. Algo poco útil, en opinión de Alice, aunque tampoco lo era ya Valencia. Alice cruzó la sala repleta de relaciones de casos y tomos granate de Derecho y pasó al cubículo de al lado.

– ¡Eh! -dijo, y cuando Valencia levantó la vista, los labios rojos cereza esbozaron una calurosa sonrisa.

– ¡He hablado con mi madre! -soltó, y seguidamente, echando un vistazo a su alrededor, bajó la voz. Otras dos presas levantaron la vista-. ¡Chitón! -dijo Valencia sin poder contener la risa, llevándose un dedo, con la uña también de color cereza, a los labios-. ¡Chist! Es una biblioteca.

– ¡Chist! Es una biblioteca.

Connolly hizo una imitación prácticamente exacta de su voz, y Valencia se echó a reír.

– Mi madre me ha dicho que ha recibido el dinero extra esta mañana. ¡Para operar! ¡Gracias, gracias!

– ¿Qué tal está Santo?

– Dice que tiene la infección, pero que está mucho mejor. Dice que toma la medicina cada día, la medicina rosa, como un chicle. ¡No da guerra!

– Ya te dije que todo saldría bien. Tú tienes que guardar el dinero, decirle a tu madre que no se lo gaste. Si tienen que operarlo, lo operarán. No te preocupes. -Alice echó una ojeada al libro que tenía abierto-. ¿Cómo está tu recurso?

– ¡Mira qué he encontrado! -exclamó Valencia, emocionada-. Fíjate en esto.

Giró el libro, entusiasmada, hacia Alice. Era un informe sobre un caso legal, una página en papel cebolla y letra pequeñísima a dos columnas.

– Tú no eres abogada -le dijo Alice riendo-. No vas a entender esos rollos.

– Claro que sí -respondió Valencia moviendo la cabeza, y el oloroso pelo se movió como en los anuncios-. El juez dice que la condena es injusta. Presenta moción. Dice que él ya no se droga. El juez lo deja.

– ¿De verdad? ¿Un juez que lo deja?

– Sí. En Nueva York.

– ¿Nueva York? Pues poco va a servirte a ti en Pennsylvania, tontita.

– ¿Cómo?

– Las leyes de Nueva York son distintas a las de Pennsylvania, y además estás mirando un informe federal, que sólo trata de legislación federal. No tienes ni la menor idea de lo que estás haciendo.

Los pegajosos labios de Valencia se fruncieron con gesto preocupado.

– Lo puedo escribir en la carta. Tengo la cita.

– ¿Y qué? Ellos no tienen obligación de leerlo. En Filadelfia importa un pepino. ¡Qué atontada eres! -exclamó Alice cerrándole el libro-. Yo tengo un sistema mejor para ayudarte con el recurso. -Se acercó más a ella para que las demás no pudieran oírla y estuvo a punto de asfixiarse con el olor imitación Giorgio-. Tengo una nueva abogada, una muy buena, y le he contado tu caso. Se le ha ocurrido un nuevo recurso. Un nuevo razonamiento. Ella considera que puede sacarte de aquí.

– ¡Dios! -soltó Valencia, tapándose la boca como una aspirante a miss Venezuela-. ¡Dios mío!

– Pues sí. ¿Qué te parece? Pero no te emociones tanto. Vendrá a verme para hablar de lo tuyo. Le he entregado los papeles de tu sentencia, aquellos que me diste, y me ha prometido que los leería y los devolvería. Luego vendrá a verte para hablarte del nuevo recurso. -Alice levantó un dedo-. Pero tienes que mantenerlo todo en secreto. Si alguna descubre lo que estoy haciendo por ti, me pedirá que lo haga también por ella. Y entonces la abogada abandonará el caso al instante.

– Yo no digo nada -exclamó Valencia mirando rápidamente a un lado y otro-. Ya verás.

– Ni siquiera a tu madre o a Miguel. A nadie.

– A nadie, sí.

– Tú sabes mantener un secreto. Ya me lo has demostrado. -Alice le dio unas palmaditas en la mano, pues sabía que el gesto siempre resultaba-. No tienes que preocuparte por nada. Yo me ocupo de ti y también de Santo.

– Gracias a Dios -dijo Valencia en voz baja, cogiéndole la mano-. Le agradezco a Dios que seas mi amiga.