"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)

4

– Pero ¿de qué? -se apresura a preguntar Mado.

– No sé más… -responde Claire, que se ha quedado para ayudarles a sacudir el mantel.

Su padre acaba de entrar en la cocina llevando un montón de platos sucios.

– Pero ¿qué pasa ahora en esta casa de locos? -pregunta suspirando.

– Nuestra antigua vecina ha muerto…

– ¿Cuál esta vez? ¿La vieja Verdier?

– No, Anouk.

Huy, qué pesados le parecen los platos de repente… Los deja en cualquier sitio y se sienta en la otra punta de la mesa.

– Pero… ¿cuándo?

– No lo sabemos…

– ¿Ha tenido un accidente?

– ¡Que te hemos dicho que no lo sabemos! -repite su mujer, irritada.

Silencio.


– Y sin embargo era tan joven. Era del… -Sesenta y tres años -murmura su marido. -Oh… No es posible. Ella no. Estaba… demasiado viva como para morir algún día…

– ¿Un cáncer quizá? -aventura Claire.

– Sí, o…

Con los ojos su madre le señala una botella vacía.

– Mado… -la reprende su marido frunciendo el ceño.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Bebía, lo sabes perfectamente!

– Hace tanto tiempo que se mudó de aquí… No sabemos cómo vivió después…

– Tú siempre defendiéndola, ¿eh?

Qué malvada se mostraba de pronto Mado. Claire no tenía duda de que debía de haberse perdido algún episodio de la historia, pero no se imaginaba que todavía tendrían una conversación así…

Ella, Charles y ahora encima también su padre… Pues sí que estaban buenos…


Bufff… Qué lejos estaba todo eso… Pero no, en el fondo no… Charles que se desmorona y tú, papá… Tú que… Nunca te había visto tan viejo bajo la luz de la cocina como ahora… Tú que…

Anouk… Anouk y Alexis Le Men… ¿Cuándo nos dejaréis en paz? Mirad lo que habéis hecho… A vuestro paso la hierba no ha vuelto a crecer…

De pronto sintió muchas ganas de llorar. Se mordió los labios y se levantó para terminar de llenar el lavaplatos.

Vamos, fuera de aquí. Largo los dos.

No se dispara a los convalecientes.

– Pásame los vasos, mamá…

– No me lo llego a creer.

– Mamá… Vale ya. Está muerta.

– No. Ella no…

– ¿Cómo que ella no?

– La gente como ella nunca muere…

– ¿Cómo que no? ¡Claro que sí! Y aquí tienes la prueba… Anda, échame una mano que me tengo que ir ya mismo…

Silencio. Runrún del lavaplatos.


– Estaba loca…

– Me voy a la cama -anuncia su padre.

– ¡Sí, Henri! ¡Estaba loca!

Henri se da la vuelta, muy cansado.

– Sólo he dicho que me iba a la cama, Mado…

– ¡Oh, como si no supiera yo lo que estás pensando!

Mado calló un momento y luego volvió a hablar con voz impersonal, mirando a lo lejos, por la ventana, una sombra que ya no existía y, sin preocuparse ya de que la oyeran o no, dijo:

– Recuerdo un día… Era al principio… Apenas la conocía… le regalé una planta… o unas flores en una maceta, ya no me acuerdo-Para darle las gracias por haber invitado a Charles a su casa, me imagino… ¡Oh!, nada del otro mundo, ¿eh? Una planta sin más que supongo que habría comprado en el mercado… Y unos días más tarde, cuando ya ni me acordaba, llamó a la puerta. Estaba fuera de sí y me devolvió el regalo plantándomelo a la fuerza entre las manos.

»-Pero ¿qué ocurre? ¿Hay algún problema? -le pregunté preocupada.

»-Es que… no… no puedo quedármela -balbució ella-. Se… se va a morir…

»Estaba pálida como una sábana.

»-Pero… ¿por qué dice usted eso? ¡Pero si esta planta está perfectamente!

»-No, mire… Algunas hojas se han puesto amarillas, aquí, mire… -Temblaba.

»-Bueno -contesté-, pero ¡eso es normal! ¡No tiene más que arrancar esas hojas y ya está! -Y entonces, me acuerdo como si fuera ayer, se echó a llorar y me empujó para dejar la planta a mis pies.

»No había manera de calmarla.

»-Perdone, perdone. Pero no puedo -hipaba-. No puedo, ¿entiende?… No tengo fuerzas… Ya no tengo fuerzas… Para la gente, sí, para los muy pequeñitos, vale, de acuerdo… Y a veces tampoco sirve de nada, porque… se van de todas maneras, ¿sabe?… Pero esto, cuando veo esta planta que también se está muriendo, es que… -Lloraba como una magdalena, no había manera de calmarla-. No puedo… Y no puede hacerme esto… porque… es menos importante, ¿entiende? ¿Eh? Es menos importante, ¿no?

»Me daba miedo. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ofrecerle un café o que se sentara un momento. La miraba sonarse en la manga con esos ojos exorbitados y me decía: esta mujer está loca. Está loca de remate…

– ¿Y luego qué pasó? -preguntó Claire, inquieta.

– Nada. ¿Qué querías que hiciera? ¡Cogí la planta, la puse con las demás en el salón, y seguro que me duró años!

Claire se peleaba con la bolsa de la basura.

– ¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar?

– No lo sé… -murmuró.

La carta… Vaciló medio segundo y luego echó a la basura los restos de comida de los platos, los rebordes de tocino y los posos de café encima de lo que le quedaba de Alexis. La tinta se corrió. Cerró la bolsa con todas sus fuerzas. La cinta de plástico se rompió. «Mierda», gimió, tirando la bolsa en la cocina. «Mierda.»

– Pero… ¿Te acuerdas de ella, no? -insistía su madre.

– Pues claro… Anda, quita de ahí, que tengo que pasar la bayeta…

– ¿Y nunca pensaste que estaba loca? -le preguntó, poniendo su mano sobre la suya para obligarla a quedarse quieta un segundo.

Claire se levantó, sopló hacia un lado para apartarse un mechón de pelo que se le metía en los ojos y le picaba, y le sostuvo la mirada. La mirada de esa mujer que tantas veces le había dado lecciones con sus principios, su moral y su buena educación:

– No.

Y, concentrándose de nuevo en los surcos de la madera:

– Pues no, mira por dónde nunca lo he pensado…

– ¿Ah, no? -pregunta su madre, un poco decepcionada.

– Yo siempre he pensado que…

– ¿Qué?

– Que era muy guapa.

Arrugas de contrariedad.

– Pues claro que era mona, pero no te estoy hablando de eso, hombre, te estaba hablando de ella, de su comportamiento…

No, si ya te había entendido, pensó Claire.

Enjuagó la bayeta, se secó las manos y se sintió vieja de repente. O niña de pronto otra vez, la pequeña de la casa.

Lo que venía a ser lo mismo.

Besó esa frente desconcertada y partió en busca de su abrigo. Desde la puerta de la calle lanzó un Buenas noches, papá. Se había quedado a tiro de voz, Claire lo sabía, y cerró la puerta.

Una vez en el coche, encendió el móvil, ningún mensaje, por supuesto, se calmó un poco, echó una ojeada al retrovisor para sacar el coche y vio que su labio inferior estaba el doble de grueso y que sangraba.

Pobre tonta, se maltrató, sin parar de morderse ahí donde le calmaba tanto hacerse daño. Pobre letrada, capaz de contener millones de metros cúbicos de agua arrimándote a un embalse monstruoso, pero del todo incapaz de frenar tres lágrimas, enseguida arrastrada, ahogada bajo una pena ridícula.

Vete a la cama.