"El consuelo" - читать интересную книгу автора (Gavalda Anna)

5

Se reúne con él en el cuarto de baño.

– Air France ha dejado un mensaje. Tienen tu maleta…

Charles masculla tres palabras mientras se enjuaga la boca. Ella añade:

– ¿Lo sabías?

– ¿El qué?

– ¿Que te la habías dejado en el aeropuerto?

Él asiente con la cabeza, y el reflejo de los dos en el espejo la desanima. Se da la vuelta para desabrocharse la blusa.

Prosigue:

– ¿Se puede saber por qué?

– Pesaba demasiado…

Silencio.

– Y entonces… ¿la dejaste allí?

– Ese sujetador es nuevo, ¿no?

– ¿Se puede saber lo que está pasando aquí?

La escena se estaba desarrollando en el espejo. Dos bustos. Un guiñol de tres al cuarto. Se observan así, desde muy cerca, pero sin mirarse ni una vez, durante un momento muy largo.

– ¿Se puede saber lo que está pasando aquí? -repite.

– Estoy cansado.

– ¿Y porque estás cansado has tenido que humillarme delante de todo el mundo?

– …

– ¿Por qué has dicho eso, Charles?

– …

– Lo de Mathilde…

– ¿De qué es? ¿De seda?

Laurence está a punto de… pero al final no. Se marcha del baño apagando la luz.


Se levantó cuando él se apoyó en la butaca para descalzarse, y fue un alivio. Si hubiera sido capaz de dormirse sin desmaquillarse habría sido una señal de que la situación era verdaderamente grave. Pero no, Laurence todavía no había llegado a ese punto.

Ni llegaría nunca. Podía venir el diluvio, pero después del contorno de ojos. La tierra tiembla pero hay que hidratarse.

Hay que hidratarse.


Se sentó en el borde de la cama y se sintió gordo.

Más bien pesado. Pesado.

Anouk… Se tumbó suspirando. Anouk…

¿Qué habría pensado ella de él, hoy? ¿Qué habría reconocido de él? Y ese distrito postal… ¿Cuál era? ¿Qué hacía Alexis tan lejos? ¿Y por qué no le había enviado una notificación como es debido de la muerte de su madre? Con un sobre con ribete gris. Una fecha más precisa. Un lugar. Nombres de personas. ¿Por qué? ¿Qué era eso? ¿Un castigo? ¿Crueldad? Una simple información, mi madre ha muerto, o un último escupitajo, y nunca te habrías enterado de nada si yo no hubiese tenido la inmensa bondad de gastarme unos céntimos de euro para hacértelo saber…


¿Quién era él hoy? ¿Y desde cuándo había muerto ella? No se le había ocurrido mirar la fecha del matasellos. ¿Cuánto tiempo hacía que esa carta lo esperaba en casa de sus padres? ¿En qué fase estaban ya los gusanos? ¿Qué quedaba de ella? ¿Había donado sus órganos como tantas veces le había hecho prometer a él?

Júralo, le decía, júralo por mi corazón.

Y él lo juraba.

Anouk… perdóname. Yo… ¿Al final quién ha podido contigo? ¿Y por qué no me has esperado? ¿Por qué no he vuelto nunca? Sí. Sí que sé por qué. Anouk, tú… Los suspiros de Laurence cortaron por lo sano su delirio. Adiós para siempre.


– ¿Qué dices?

– Nada, perdona, yo…

Tendió el brazo hacia ella, encontró su cadera y se apoyó en ella. Laurence ya no respiraba.

– Perdóname.

– Sois demasiado duros conmigo -murmuró ella.

– …

– Mathilde y tú… sois… Tengo la sensación de vivir con dos adolescentes… Me cansáis. Me desgastáis, Charles… ¿En qué me he convertido para vosotros? ¿En la que abre el monedero? ¿En la que abre su vida? ¿Sus sábanas? ¿O qué? Ya no puedo más… Ya no… ¿Lo entiendes?

– …

– ¿Oyes lo que te estoy diciendo?

– ¿Estás dormido?

– No. Te pido perdón… Había bebido demasiado y…

– ¿Y qué?

¿Qué podía decirle? ¿Qué comprendería de todo eso? ¿Por qué no le había hablado nunca de ello? Y, de hecho, ¿qué tenía que contar? ¿Qué quedaba de todos esos años? Nada. Una carta.

Una carta anónima y rota en el fondo de la basura en casa de sus padres…

– Acababa de enterarme de la muerte de una persona.

– ¿De quién?

– De la madre de uno de mis amigos de infancia…

– ¿De Pierre?

– No. De otro. Uno que tú no conoces. Ya… ya no somos amigos…

Laurence suspiró. Las fotos de la clase, el pan con mantequilla de la merienda y las pistas de chapas no iban mucho con ella. A ella la nostalgia la aburría.

– ¿Y te has vuelto idiota perdido de repente por la muerte de la madre de un tío al que hace cuarenta años que no ves, es eso?

Era eso exactamente. Qué don más genial tenía para resumirlo todo, para doblarlo, etiquetarlo, guardarlo y olvidarlo. Y cómo le había gustado eso de ella… Su sensatez, su vitalidad, esa aptitud de mandarlo todo al garete para ver mejor lo que estaba por venir. Cómo se había agarrado a ello durante todos esos años. Cuan… cómodo era… Y sano, probablemente.

De modo que volvió a agarrarse a ello con todas sus fuerzas. A su energía, al hecho de que le permitiera ciertas cosas, como mover la mano y dejarla resbalar por su muslo.

Date la vuelta, le suplicaba en silencio. Date la vuelta. Ayúdame.

Ella no se movía.

Acercó la almohada a la suya y se arrimó contra su nuca. Su mano mientras tanto seguía enrollando hacia arriba su camisón.

Relájate, Laurence. Manifiesta algo, por favor te lo pido.

– ¿Y qué tenía de especial esa señora? -bromeó-. ¿Hacía tartas riquísimas?

Charles soltó los pliegues de seda.

– No.

– ¿Tenía las tetas grandes? ¿Te sentaba en su regazo?

– No.

– ¿Era…?

– Shhhh… -la interrumpió apartándole el pelo de la cara-, shhhh, calla. Nada. No es nada. Ha muerto y ya está.

Laurence se dio la vuelta. Charles se mostró tierno, atento, a ella le gustó y fue horroroso.

– Mmm… qué bien te sientan los entierros -terminó por gemir, arropándose con el edredón.

Esas palabras lo sacudieron de arriba abajo, y durante un segundo, tuvo la certeza de que… pero no, nada. Apretó los dientes y ahuyentó esa idea antes siquiera de pensarla. Stop.

Laurence se durmió. Charles se levantó.


* * *

Al sacar el ordenador de su cartera vio que Claire lo había llamado varias veces. Hizo una mueca.

Se preparó un café y se instaló en la cocina.

Al cabo de unos cuantos clics, lo localizó. Vértigo.

Diez números.

Sólo los separaban diez números, cuando él había puesto tanta hostilidad, tantos días y tantas noches para agrandar el abismo.

Tiene gracia la vida… Diez números a cambio de un timbrazo. Y se descuelga el teléfono.

O se cuelga.

Y, como su hermana, se maltrató. En la pantalla aparecían los detalles del recorrido que podía llevarlo hasta él. El número de kilómetros, las salidas de autopista, el precio de los peajes y el nombre de un pueblecito.

Tomó el escalofrío como pretexto y fue a buscar su chaqueta, y con el pretexto también de ponérsela sobre los hombros, sacó la agenda. Buscó las páginas inútiles, las del mes de agosto, por ejemplo, y anotó los detalles de ese viaje improbable.

Sí… ¿En agosto tal vez? Tal vez… Ya vería…

Anotó sus señas de la misma manera, como un sonámbulo. Quizá le escribiera alguna palabra, una noche… ¿O tres?

Como él.

Para ver si la guillotina seguía funcionando…

Pero ¿tendría el valor de hacerlo? ¿O las ganas? ¿O la debilidad? Esperaba que no.

Cerró la agenda.


Su móvil volvió a sonar. Rechazó la llamada, se levantó, enjuagó su taza, volvió a su sitio, vio que le había dejado un mensaje, vaciló, suspiró, cedió, lo escuchó, gimió, soltó un taco, se puso furioso, la maldijo, se sumergió en la oscuridad, cogió su chaqueta y fue a tumbarse al sofá.


«Habría cumplido diecinueve años dentro de tres meses.»

Y lo peor es que había pronunciado esas palabras tranquilamente. Sí, tranquilamente. Así, en plena noche y después de la señal del contestador.

¿Cómo se le podía decir eso a una máquina? ¿Cómo se podía pensar eso? ¿Cómo podía uno recrearse así?

Le dio un acceso de ira. Eh, eh, pero, bueno, ¿qué era ese melodrama de mierda? Calma, tía, calma. La llamó para echarle la bronca.

Claire descolgó el teléfono. Eres ridícula. Ya lo sé, contestó ella.

– Ya lo sé.

Y la dulzura de su voz lo dejó sin palabras.

– Todo lo que me vas a decir, Charles, ya lo sé… Ni siquiera hace falta que me sacudas ni que te rías en mi cara, eso ya lo sé hacer yo sólita. Pero ¿a quién sino a ti puedo hablar de todo esto? Si tuviera una buena amiga, la despertaría a ella, pero… mi mejor amiga eres tú…

– No me has despertado…

Silencio.

– Háblame -murmuró Claire.

– Es porque es de noche -dijo él, carraspeando-. La angustia de la noche… Ella lo explicaba muy bien, ¿te acuerdas? Contaba cómo la gente alucinaba, perdía los papeles y se ahogaba en un vaso de agua cogiéndola de la mano… Mañana se encontrará mejor, ahora tiene que dormir, decía ella.

Largo silencio.

– Te…

– ¿Qué?

– ¿Te acuerdas de lo que me dijiste aquel día? ¿En esa cafetería asquerosa enfrente de la clínica?

– …

– Me dijiste: «Tendrás otros hijos…»

– Claire…

– Perdóname. Voy a colgar. Charles se incorporó.

– ¡No! ¡Eso sería demasiado fácil! No voy a dejar que te libres así como así… Piénsalo bien. Piensa en ti por una vez. No, eso tú no lo sabes hacer… Entonces piensa en ti como si fueras un caso muy complicado. Mírame a los ojos y dímelo a la cara: ¿te arrepientes de… esa decisión? ¿De verdad te arrepientes? Sea sincera, letrada…

– Voy a cumplir cua…

– Calla. Me la suda. Sólo quiero que me contestes «sí» o «no».

– …renta y un años -prosiguió-, he querido a un tío más que a mi vida y luego he trabajado para olvidarlo, y he trabajado tan bien que me he perdido a mí misma por el camino.

Soltó una risa amarga.

– Hay que ser estúpida, ¿eh?

– No era un tío como es debido…

– La única vez que se portó como es debido contigo fue cuando te dijo que no quería ese embarazo…

– …

– Y digo embarazo aposta, Claire, para no decir… Porque no era nada. Nada. Sólo…

– Calla -le cortó ella-, no sabes de qué estás hablando.

– Tú tampoco.

Claire colgó.

Él insistió.

Saltó el contestador. La llamó al fijo. Al noveno timbrazo, cedió.

Se había cambiado el fusil de hombro. Su voz sonaba alegre. Seguramente sería un truco de su profesión. Un farol para salvar su defensa.

– Síiiiii, el teléfono de la esperanza, buenas noches… le habla Natacha…

Charles sonrió en la oscuridad.

Le gustaba esa chica.

– ¿No estás muy bien de ánimo, verdad?

– No…

– En tiempos, habríamos ido al Balto con tus compañeritos de curso y habríamos bebido tanto que no habríamos podido decir todas estas chorradas… Y luego, ¿sabes lo que habríamos hecho luego?

Habríamos dormido bien… Habríamos dormido a pierna suelta… Hasta las doce por lo menos…

– O hasta las dos…

– Tienes razón. Hasta las dos, o las dos y cuarto… Y después nos habría entrado hambre…

– Y no habríamos tenido nada de comer…

– Sí… y lo peor es que por aquel entonces ni siquiera habría habido un Champion… -suspiró.

Me la imaginaba en su habitación con una sonrisa torcida, una pila de expedientes al pie de la cama, un montón de colillas ahogadas en los restos de una infusión en una taza y ese horroroso camisón de felpa al que ella llamaba su salto de cama de solterona. De hecho la oía sonarse los mocos en él…

– No son más que tonterías sin sentido, ¿verdad?

– Exactamente -le aseguré.

– ¿Por qué soy tan tonta? -imploró Claire.

– Será culpa de los genes, supongo… La inteligencia se la quedaron toda tus hermanas…

Oí sus hoyitos en las mejillas.

– Bueno, venga, ya te dejo -concluyó-, pero tú también, Charles, cariño mío, cuídate…

– Bah, yo… -me ahuyenté con un gesto cansado.

– Sí, tú. Tú que no dices nunca nada. Tú que nunca cuentas lo tuyo y te dedicas a la caza de la grúa como si fueras el príncipe Andrés…

– Has dado en el clavo…

– Pfff… ¡claro, es mi trabajo, no es por nada! Venga… buenas noches…

– Espera… una última cosa…

– ¿Sí?

– No estoy seguro de que me guste de verdad ser tu mejor amiga, pero, bueno, vale, lo acepto. Entonces voy a hablarte como la mejor de las mejores amigas, ¿vale?

– …

– Déjalo, Claire. Deja a ese tío.

– Ya no tienes edad. No es Alexis. No es el pasado. Es él. Es él quien te hace daño. Un día, me acuerdo, estábamos hablando de tu curro y me dijiste: «Hacer justicia es imposible, porque la justicia no existe. Pero en cambio la injusticia, sí. La injusticia es fácil combatirla porque salta a la vista, y entonces todo se vuelve muy claro.» Pues bien, de eso se trata… Me importa un rábano ese tío, lo que es o lo que vale, pero lo que sé es que, en sí, es algo injusto en tu vida. Mándalo a la mierda.

– …

– ¿Sigues ahí?

– Tienes razón. Me voy a poner a régimen, voy a dejar de fumar y luego lo voy a plantar.

– ¡Eso es!

– Es pan comido.

– Anda, vete a dormir y sueña con un chico majo…

– Que tenga un precioso 4x4… -suspiró ella.

– Enooooorme.

– Y una pantalla de plasma…

– Por supuesto. Venga, un beso.

– Otrgggro para ti…

– Joder, tía, eres la leche… Pero si te oigo llorar…

– Sí, pero ahora estoy mejor -dijo, sorbiéndose la nariz-, ahora estoy mejor. Lloro a lágrima viva, eso es bueno, y te lo debo a ti, tonto.

Y volvió a colgar.

Charles cogió un cojín y se envolvió en su chaqueta.


Fin del melodrama del sábado noche.


* * *

Si Charles Balanda, uno ochenta de estatura, setenta y ocho kilos de peso, descalzo, con el pantalón suelto y el cinturón desabrochado, los brazos cruzados sobre el pecho y la nariz hundida en ese viejo cojín azul se hubiera dormido por fin, se habría terminado esta historia.

Era nuestro protagonista. Habría cumplido cuarenta y siete años dentro de unos pocos meses, vivió, sí, pero tan poco. Tan poco… No se le daba muy bien eso de vivir. Debe de decirse que lo mejor ha pasado pero no se para mucho a pensarlo. ¿Lo mejor, dicen? Pero lo mejor ¿de qué? Y para qu… No, qué más da, está demasiado cansado. Nos faltan las palabras, tanto a él como a mí. Su maleta pesa demasiado y no tengo muchas ganas de cargar con ella. Lo comprendo.

Lo comprendo.

Pero.

Hay un trocito de frase que lo agarra y no lo suelta… Lo agarra y le estruja una esponja llena de agua sobre la cara cuando ya está medio muerto en su rincón.

Muerto y ya vencido.

Vencido y del todo indiferente. La ganancia era demasiado poca, los guantes le estaban demasiado pequeños, la vida era demasiado previsible.

«Dentro de tres meses.»

Es lo que ha dicho Claire, ¿verdad?

Esas cuatro palabras le parecen más terribles que todo lo demás. Entonces, ¿es que ha llevado la cuenta desde el principio? ¿Desde el primer día del final de la última menstruación? No… No era posible…

Y todos esos puntos suspensivos, ese cálculo mental de miserias, esas semanas, esos meses y esos años vividos como si estuvieran huecos, lo obligan a darse la vuelta.

De todas maneras se estaba ahogando.

Tiene los ojos abiertos de par en par. Porque Claire ha dicho dentro de tres meses, piensa: en abril entonces… Y la máquina vuelve a ponerse en marcha, y él también cuenta el vacío con los dedos.

Entonces julio, septiembre, puesto que ya hacía dos meses. Sí, eso es… Ahora se acuerda…

El final del verano… Acababa de terminar su período de prácticas en el estudio Valmer y estaba a punto de coger un avión para Grecia. Era la última noche, celebraban su marcha. Ella se pasó por su casa por casualidad.

Hombre, tú sí que eres oportuna, se había alegrado él, ven que te presente a mis amigos, y cuando se volvió para cogerla por los hombros, comprendió que…

Sí. Se acuerda. Y porque se acuerda, se siente abrumado. Ese mensaje intolerable era el extremo del hilo que sobresalía de un ovillo muy mal liado, y, al abrir la mano, al abrir nueve meses, por lo tanto veinte años, en la oscuridad, tiró de ese hilo.

Mala suerte. Mala suerte para él. No podrá dormirse. La historia no ha terminado ni terminará nunca. Y todavía tiene la honradez de reconocer que esos tres meses no eran más que un pretexto. Si Claire no hubiera dicho eso, él habría encontrado otra cosa. La historia no ha terminado ni terminará nunca. Acaba de sonar la campana y hay que levantarse.

Volver al ring y seguir encajando puñetazos.

Anouk ha muerto, y aquella noche Claire no se pasó por su casa por casualidad.