"Los mundos fugitivos" - читать интересную книгу автора (Shaw Bob)

Capítulo 7

Toller sabía que era sólo su imaginación, pero una quietud anormal parecía haber descendido sobre la zona de los Cinco Palacios de Ro-Atabri. No era el tipo de quietud que se produce cuando la actividad humana está en suspenso; era más bien como si una manta de un material aislante de los ruidos se hubiera extendido sobre todo lo que le rodeaba. Cuando miró a su alrededor vio evidencias de que los carpinteros y albañiles estaban ocupados en sus trabajos de restauración; los cuernazules y las carretas levantaban nubes de polvo añadiendo un matiz amarillento al azul del cielo del antedía; las tripulaciones de tierra y de aire iban de un lado para otro ocupadas en preparar las naves para el vuelo alrededor del planeta. En cualquier parte que mirase veía movimiento y su motivación, pero el ruido parecía llegarle a través de los filtros de la distancia: atenuado, falto de relevancia.

El vuelo debía de empezar al cabo de una hora, y ése era el hecho —Toller lo sabía— que aturdía sus reacciones, separándole del mundo percibido por los sentidos. Habían pasado nueve días desde la partida de Vantara hacia Overland, y durante todo ese tiempo había estado hundido en un humor depresivo y apático que había resistido a todo esfuerzo por superarlo.

En lugar de estar preparando a sus hombres y nave para la circunnavegación, se había perdido en sus pensamientos, viviendo y reviviendo la extraña hora pasada con Vantara en la fiesta del Día de la Migración. ¿Por qué ella se había comportado de ese modo? Sabiendo que iba a abandonar el planeta, lo había elevado hasta las alturas —aún podía sentir los labios de ella en los suyos y los pechos dentro de sus manos— sólo para dejarlo caer otra vez con su repentina indiferencia. ¿Había jugado con él al gato y al ratón por capricho, para pasar una hora aburrida con un juego trivial?

Había momentos en que Toller creía que ésa era la verdad, y otros en los que se sumía en nuevas profundidades de desánimo, odiando a la condesa con una pasión que le ponía en tensión los dedos y le robaba el habla a media frase. En otros momentos veía claramente que ella se había esforzado por romper las barreras que existían entre los dos, que le consideraba una persona valiosa y que estaría esperándole cuando volviera a poner un pie en Overland. En esos periodos de optimismo Toller se sentía incluso peor, porque ella —la mujer más magnífica y deseable que había existido— y su amor estaban literalmente en mundos separados, y era incapaz de imaginar cómo podría soportar los años venideros sin verla.

Solía levantar la vista hacia el gran disco de Overland, con su vastedad convexa cruzada una y otra vez por trazos de nubes, deseando que existiese algún medio de comunicación instantánea entre los planetas hermanos. Se había fantaseado mucho sobre que un día se fabricarían enormes luminógrafos, con espejos inclinados tan grandes como tejados, que serían capaces de enviar mensajes entre Land y Overland. Si tal artilugio hubiera existido, Toller lo habría usado, no tanto para hablar con Vantara — cruzar el abismo de un modo tan insatisfactorio aún le haría más insoportables sus anhelos— sino para ponerse en contacto con su padre.

Cassyll Maraquine tenía poder e influencia para conseguir que exonerasen a Toller de su misión en Land. En el pasado, antes de haber sido afectado por la locura del amor, Toller habría despreciado el uso de ese privilegio; pero en su presente estado habría aceptado el favor con una desvergonzada avidez. Y ahora, para empeorar las cosas, estaba a punto de partir en un viaje que le llevaría a través del Land de los Largos Días, ese lado remoto del planeta donde ni siquiera tendría el consuelo de poder ver Overland, y en los ojos de su mente contemplar a Vantara desenvolviéndose en su tan especial vida…

—Esto no puede ser, joven Maraquine —dijo el comisionado Kettoran, que se había aproximado a Toller sin ser advertido, pasando entre montones de tablas y otros pertrechos—. En vez de estar suspirando aquí como una jovencita, deberías supervisar la operación de carga y contrapeso de tu nave.

Llevaba la ropa gris de su rango, pero sin los emblemas oficiales de brakka y esmalte. Otro hombre de su categoría podría haberse recluido en su impresionante aposento u optado por salir sólo con una escolta, pero a Kettoran le gustaba pasearse discretamente por las distintas secciones de la base.

—Está haciéndolo el teniente Correvalte —replicó Toller con indiferencia—. Y muy probablemente mejor de lo que yo lo haría.

Kettoran se bajó el ala de su sombrero sobre los ojos formando un prisma de sombra, desde donde contempló a Toller con preocupación.

—Escúchame, chico: sé que no es asunto mío, pero este amartelamiento de la condesa Vantara no va a ser bueno para tu carrera.

—Gracias por el consejo —Toller se sintió ofendido por las palabras del anciano, pero sentía demasiado respeto por Kettoran para demostrar su enojo de otro modo que con una suave ironía—. Tendré en mente su recomendación.

Kettoran le dedicó una breve y triste sonrisa.

—Créeme, hijo; antes de que te des cuenta, estos días que te parecen tan interminables y llenos de dolor no serán más que lejanos recuerdos. Y no sólo eso; te parecerán alegres en comparación con lo que queda por venir. Es una tontería que no aproveches el tiempo ahora.

Algo en la voz de Kettoran afectó a Toller, apartando sus pensamientos de sus circunstancias personales.

—Parece difícil de creer —dijo, utilizando la amistad que se había ganado en la travesía interplanetaria—. No esperaba nunca oír hablar a Tyre Kettoran como un anciano…

—Y yo nunca esperé ser un anciano; ése era un destino reservado exclusivamente a los otros. Medita sobre lo que te digo, muchacho, y no seas tonto.

El comisionado Kettoran apretó el hombro de Toller con su delgada mano y se alejó caminando hacia el ala este del Gran Palacio. Su paso parecía algo falto de su habitual dinamismo. Toller lo contempló durante un momento, frunciendo el entrecejo.

—Señor —le llamó, impulsado por una repentina inquietud—, ¿se encuentra usted bien?

Aparentemente sin oírlo, Kettoran continuó su camino y pronto se perdió de vista. Toller, ahora angustiado por premoniciones sobre la salud del comisionado, se sintió en cierto modo obligado a tomarse más en serio la recomendación que le acababa de dar. Comenzó haciendo esfuerzos conscientes para seguir lo que sin duda era un buen consejo filosófico —después de todo, era joven y sano y tenía toda una vida ante él—, pero cada vez que se ordenaba sentirse animado, el único resultado era un resurgimiento obstinado de su desgracia. Algo en su interior se oponía a razonar.

Volvió a su nave y entró a bordo para supervisar los preparativos previos a la salida con un sombrío desinterés, que sabía que indudablemente comunicaría a su tripulación. El teniente Correvalte respondió volviéndose incluso más rígido y correcto en sus maneras. El viaje debería durar unos sesenta días —suponiendo que no ocurriese ningún percance—, y la barquilla era un espacio muy pequeño para tener encerrados a ocho hombres durante tanto tiempo. La tensión psicológica sería considerable incluso bajo condiciones ideales, y con un comandante que demostrase desde el comienzo no tener estómago para esa misión podría haber problemas con la moral y la disciplina.

Finalmente se concluyeron todas las formalidades, y la señal de partida se produjo cuando una trompeta sonó en la nave guía. Las cuatro aeronaves despegaron al unísono, y sus propulsores emitieron sordas oleadas de ruido que se propagaron a través de los parques que rodeaban los Cinco Palacios y en el entorno soleado de Ro-Atabri. Toller permaneció de pie en la baranda, con la mano en la empuñadura de su espada, dejando el control de la nave a Correvalte y contemplando la irregular extensión de la vieja ciudad. El sol estaba alto en el cielo, acercándose a Overland, y la barquilla permanecía totalmente dentro de la sombra de su elíptica cámara de gas, confiriendo al escenario de más allá un aspecto excepcionalmente brillante y precisamente definido. Los estilos arquitectónicos tradicionales kolkorroneses usaban ampliamente los ladrillos amarillos y naranjas dispuestos en complejas configuraciones romboidales, con revestimientos de arenisca roja en las esquinas y cantos, y desde la baja altitud la ciudad era un mosaico brillante que rielaba confusamente a los ojos de los observadores. Los árboles, en sus diferentes etapas de desarrollo, formaban islas de una gama de colores que iba desde el verde pálido al cobre y marrón.

Las naves dieron un rodeo parcial a la base y tomaron rumbo al noroeste, buscando los vientos alisios que les ayudarían a conservar los cristales de energía durante el viaje. Las exploraciones locales habían indicado que no habría escasez de árboles de brakka maduros a lo largo de la ruta; pero extraer los cristales verdes y púrpuras de su cámara de combustión sería un trabajo que consumiría mucho tiempo, y se pretendía que la pequeña flota realizase la circunnavegación usando sólo las provisiones de a bordo.

Toller dejó escapar un suspiro involuntario cuando Ro-Atabri comenzó a deslizarse en la distancia detrás de su nave, con sus distintos rasgos aplastándose en franjas horizontales. El viaje, con todo su prometido aburrimiento y privaciones, había empezado en serio, y ya era hora de que se enfrentase a los hechos.

Cuando se dirigía a la plataforma inferior se dio cuenta de que Baten Steenameert, recientemente ascendido a sargento del aire, le observaba. El rostro rosado del muchacho permanecía cuidadosamente impasible, pero Toller sabía que su reciente malhumor había producido su efecto en el joven, quien había desarrollado una intensa lealtad hacia él desde que habían partido de Overland. Toller lo detuvo alzando una mano.

—No es necesario que te preocupes —dijo—. No tengo ninguna intención de arrojarme por la borda.

Steenameert lo miró asombrado.

—¿Señor?

—No te hagas el ingenuo conmigo, jovencito —Toller era sólo dos años mayor que el sargento, pero le hablaba en el mismo tono paternal que Tyre Kettoran usaba a menudo con él, tratando conscientemente de adoptar la estabilidad y estoicismo del comisionado—. Me he convertido en el blanco de las burlas de la base, ¿verdad? Ha corrido la voz de que estoy tan encandilado con cierta dama que apenas distingo la noche del día.

El rubor de las mejillas de Steenameert se acentuó más y bajó la voz para no ser oído por Correvalte, que se hallaba cerca, junto a los mandos de la nave.

—Señor, si alguien se atreviese a hablar mal de usted en mi presencia, le…

—No será preciso que pelees por mí —dijo Toller con firmeza, dirigiéndose tanto a su propia personalidad rebelde como al otro.

Entonces vio que la atención de Steenameert había sido atraída por alguna otra cosa en otro lugar. El sargento habló en seguida, antes de que Toller pudiera articular una pregunta.

—Señor, creo que estamos recibiendo un mensaje.

Toller miró por la popa en dirección a Ro-Atabri y vio un punto de intensa brillantez que parpadeaba en medio de las complejas bandas estratificadas de la ciudad. Inmediatamente comenzó a descifrar el código del luminógrafo y sintió una agitación especial, una mezcla de excitación y angustia, al darse cuenta de que el mensaje emitido le concernía a él.


Cuando Toller volvió a la base, el globo de la nave espacial ya estaba totalmente hinchado y los cables de anclaje tensados, a punto para partir hacia Overland. Bajo el soplo leve del viento, se inclinaba un poco dentro de las paredes de madera del alto recinto, como una enorme criatura sensible que empezara a impacientarse por su forzada inactividad. Un claro signo de la urgencia de la situación era que el comodoro espacial Sholdde esperaba a Toller junto al recinto en vez de estar en su oficina.

Cuando Toller, flanqueado por Correvalte y Steenameert, se aproximó a él a paso rápido y le saludó, hizo un gesto displicente con la cabeza, obviamente de mal humor. Se pasó los dedos por su corto cabello grisáceo y miró ceñudamente a Toller.

—Capitán Maraquine —dijo—, éste es un endemoniado contratiempo. Ya he sido privado de uno de mis capitanes del aire, y ahora tendré que buscar otro.

—El teniente Correvalte está perfectamente capacitado para asumir mi puesto en el vuelo alrededor del planeta, señor —replicó Toller—. No tengo duda en recomendarlo para un inmediato ascenso de rango.

—¿Ah, sí?

Sholdde dirigió una mirada crítica y dura a Correvalte, y la expresión de gratitud que había aparecido en el rostro del teniente desapareció en seguida.

—Señor —dijo Toller—, ¿está muy enfermo el comisionado Kettoran?

—A mí me parece que está ya casi muerto —dijo Sholdde, con indiferencia—. ¿Por qué te pidió especialmente a ti para que le acompañases en el viaje de vuelta?

—No lo sé, señor.

—Yo tampoco lo entiendo. Me parece una extraña elección. No te has distinguido especialmente en esta misión, Maraquine. Estuve todo el tiempo esperando que tropezaras con ese anticuado pedazo de hierro que siempre insistes en llevar.

Toller, de modo inconsciente, tocó la empuñadura de su espada y sintió que el rostro le quemaba. El comodoro lo estaba sometiendo a una humillación innecesaria, tratándole despectivamente en presencia de oficiales inferiores. Lo único que podía hacer para mostrar su protesta era insinuar que consideraba los comentarios de Sholdde como una pérdida de valioso tiempo.

—Señor, si el comisionado está tan mal como dice…

—Bien, bien, vete ya —Sholdde echó un vistazo a Steenameert—. ¿Se ha convertido este hombre en un sirviente de la familia Maraquine, en parte de su séquito personal?

—Señor, el cabo Steenameert es un tripulante espacial de primera categoría, y sus servicios serán inestimables para mí en…

—¡Llévatelo!

Sholdde se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas sin ningún tipo de saludo, una acción que sólo podía interpretarse como otro insulto directo.

«De modo que es eso», pensó Toller, alertado por la referencia del comodoro a la familia Maraquine. «Mi abuelo fue el guerrero más famoso de la historia de Kolkorron; mi padre es uno de los hombres vivos más brillantes y poderosos; y hasta los tipos como Sholdde me ofenden por ello. ¿Es porque creen que he usado secretamente la influencia de mi familia? ¿O porque, al no hacer uso de ella, he proclamado una forma especial de egoísmo? ¿O será que les avergüenzo o molesto al negarme a aprovechar oportunidades por las que ellos darían…?»

Un rugido prolongado del quemador de la nave espacial, que resonó en la enorme cavidad del globo, interrumpió las meditaciones de Toller. Dio una palmada a Correvalte en el hombro como despedida, corrió con Steenameert hacia la barquilla y se montó por el costado. El sargento de tierra que estaba en los mandos del quemador, manteniendo la nave preparada, saludó y señaló hacia el compartimento de pasajeros.

Toller fue hasta el tabique de caña de media altura y miró por encima. El comisionado Kettoran estaba tumbado sobre un jergón, y cubierto con un edredón a pesar del calor. Su rostro alargado parecía exageradamente pálido, con las arrugas de la edad y el cansancio grabadas en él; pero sus ojos aún estaban alerta. Parpadeó al ver a Toller y movió su delgada mano en un intento de saludo.

—¿Viaja solo, señor? —dijo Toller, con preocupación—. ¿Ningún médico?

Una expresión de desprecio animó brevemente la expresión de Kettoran.

—Esos matasanos no me pondrán nunca las manos encima.

—Pero si está enfermo…

—El médico que pueda curar mi enfermedad todavía no ha nacido —dijo Kettoran, casi con satisfacción—. Mi único mal es la carencia de tiempo. Por cierto, joven Maraquine, tenía la impresión de que estabas ansioso por volver a toda prisa a Overland…

Toller musitó una disculpa y se volvió hacia el sargento, quien inmediatamente abandonó los controles del quemador y se encaramó sobre el lateral de la barquilla. Deteniéndose un momento en la repisa exterior, explicó a Steenameert dónde estaban todas las provisiones necesarias, incluido los trajes espaciales. En cuanto salió, Toller alimentó la flexible bóveda del globo con una carga completa de aire caliente y tiró del cable del ancla.

La nave espacial se elevó, favorecida su aceleración por la fuerza ascensional creada por la corriente de aire que fluía sobre la envoltura en la superficie curvada superior. Consciente de que esa fuerza adicional desaparecería en cuanto entrasen totalmente en la corriente del oeste y comenzasen a moverse con ella, Toller mantuvo en funcionamiento el quemador. La nave espacial, a pesar de estar muy por debajo de su peso máximo operacional, se bamboleaba en un movimiento lento y mareante al adaptarse al cambiante ambiente aéreo, lo que provocó que Steenameert se agarrase teatralmente el estómago. Del comisionado Kettoran, escondido tras su tabique de mimbre, les llegó un quejido de dolor.

Por segunda vez en menos de una hora el paisaje irregular de Ro-Atabri comenzó a alejarse de Toller, pero esta vez se alejaba hacia abajo. «Apenas puedo creer que esto me esté ocurriendo», pensó soñadoramente, casi estupefacto por el acontecer de las circunstancias. Sólo unos minutos antes estaba torturado por el temor de que nunca volvería a ver a Vantara Dervonai; ahora se dirigía hacia ella, para acudir a una cita que había sido especialmente dispuesta por las fuerzas del destino.

«Pronto la veré de nuevo», se dijo. «Por una vez, las cosas están saliendo a mi favor».


Toller no había tomado nada durante un día y sólo había bebido unos sorbos de agua, lo suficiente para reemplazar la humedad del cuerpo perdida al exhalar en el aire seco de la zona media. El aseo de la nave era necesariamente primitivo y desagradable de usar en el mejor de los casos; pero en condiciones de ingravidez las incomodidades —incluida la humillación— eran tan grandes, que la mayoría de la gente prefería interrumpir sus funciones naturales tan completamente como les fuera posible durante un día a cada lado del punto de rotación. Pero el comisionado Kettoran había comenzado el viaje terriblemente debilitado, y ahora —para preocupación de Toller— parecía estar consumiendo los últimos vestigios de sus fuerzas meramente para permanecer vivo.

—Puedes llevarte esa porquería —dijo Kettoran, con un susurro de malhumor—. Me niego a ser amamantado como un bebé en las últimas horas de mi vida.

Toller palpó tristemente la bolsa cónica de sopa tibia que le había ofrecido.

—Esto le sentará bien.

—Te comportas como mi madre.

—¿Es ésa una razón valedera para no tomar ningún alimento?

—No te hagas el listo, Toller Maraquine —el aliento de Kettoran salía en nubes blancas desde un hueco del montón de edredones bajo el que se abrigaba.

—Sólo estaba tratando de…

—Mi madre hacía una comida muchísimo mejor que la de cualquiera de nuestros cocineros —musitó Kettoran, sin prestar atención a Toller—. Teníamos una casa en el lado oeste de Monteverde (no lejos de donde vivía tu abuelo, por cierto), y aún recuerdo cuando yo subía a la colina, entrando en nuestro terreno: sabía inmediatamente, sólo por el olor, si mi madre había decidido preparar ella misma la cena. Volví allí pocos días después de que aterrizamos en Ro-Atabri, pero toda el área se ha quemado hace tiempo… durante los disturbios… arrasada… apenas quedaba un edificio en pie. Ir allí fue un error; debí haber conservado mis recuerdos.

Con la mención de su homónimo, el interés de Toller se despertó.

—¿Vio alguna vez a mi abuelo en esa época?

—Alguna vez. Hubiera sido difícil no ver a todo un personaje como él… pero veía más a menudo a su hermano, Lain… en sus recorridos de ida y vuelta entre su casa y la residencia oficial de Gran Glo en la Torre de Monteverde.

—¿Qué hizo mi abue…?

Toller se interrumpió al dispararse una alarma silenciosa en su mente, como si se hubiera producido en el ambiente un cambio sutil pero repentino. Se puso de pie, cogiéndose a una cuerda transversal para evitar salir volando de la plataforma, y miró a su alrededor. Steena-meert, embozado en su traje espacial, estaba atado con correas al asiento de los mandos; alimentaba el propulsor principal al ritmo constante necesario para mantener el ascenso de la nave, y parecía completamente impasible. Todo tenía una apariencia absolutamente normal en el microcosmos cuadrado de la barquilla; y más allá de sus límites, las conocidas configuraciones de estrellas y remolinos luminosos brillaban con luz constante en el cielo azul oscuro.

—¿Ocurre algo, señor? —el arrebujado bulto anónimo de Steenameert se movió un poco.

Toller tuvo que examinar su entorno antes de poder identificar la causa de su inquietud.

—¡La luz! Ha habido un cambio en la luz… ¿No lo has notado?

—Debí tener los ojos cerrados. Pero no lo…

—Ha disminuido la luminosidad… de eso estoy seguro, y sin embargo aún falta más de una hora para el anochecer.

Confundido y preocupado, deseando poder ver directamente el sol, Toller se acercó al puesto de mando y miró a través del orificio del globo. El lienzo barnizado de la envoltura estaba teñido de marrón oscuro para absorber el calor del sol, pero era hasta cierto punto traslúcido y pudo ver el dibujo geométrico de las costuras de las bandas y las cintas de carga saliendo radialmente de la corona, destacando la inmensidad de la frágil bóveda. Era algo que había visto muchas veces, y en esta ocasión tenía exactamente el mismo aspecto de siempre. Steenameert también miró dentro del globo, luego bajó la vista sin ningún comentario.

—Te digo que algo ha ocurrido —dijo Toller, tratando de eliminar de su voz cualquier indicio de duda—. Algo ha ocurrido. Ha habido un cambio en la luz… una sombra… algo.

—Según el indicador de altura, estamos cerca del plano de referencia —dijo Steenameert, obviamente esforzándose por ser útil—. A lo mejor hemos ido a parar directamente debajo de las estaciones permanentes y estamos dentro de su sombra.

—Eso es prácticamente imposible; siempre hay una cierta deriva… —Toller arrugó el entrecejo durante un momento, l egando a una decisión—. Haz rotar la nave.

—No… no creo estar preparado para realizar una inversión.

—No quiero que des la vuelta ya… sólo que gires un cuarto, para que pueda ver lo que hay sobre nosotros.

Dándose cuenta de que aún tenía la bolsa de comida en la mano, la lanzó hacia el compartimento de pasajeros; ésta tomó una curva descendente, pero chocó contra una cuerda de seguridad, giró alrededor de ella y salió volando por encima del costado de la barquilla. Luego se alejó dando tumbos.

Toller se agarró a la baranda, se estiró hacia arriba y esperó con impaciencia mientras Steenameert accionaba uno de los pequeños propulsores laterales del lado opuesto de la barquilla. Al principio el propulsor no pareció tener efecto alguno, excepto que los delgados montantes de aceleración a cada lado de Toller emitían débiles crujidos; luego, después de lo que pareció una espera interminable, todo el universo comenzó un laborioso desplazamiento hacia abajo. El disco espiralado de Land quedó fuera de la visión bajo los pies de Toller, y arriba, descubriéndose solapadamente por el globo de la nave, apareció un espectáculo incomparable a nada que hubiera visto antes:

La mitad del cielo estaba ocupada por una enorme capa circular de fuego blanco.

El sol se escondía detrás del borde oriental, y en ese punto el resplandor era insoportable, un foco de luz cegadora que radiaba millones de agujas centelleantes por todo el resto del círculo.

Se produjo una ligera disminución de la intensidad de la luz en el círculo, pero incluso en el lado más alejado del sol era suficiente para herir la vista. Para Toller el efecto fue parecido a mirar hacia arriba desde las profundidades de un lago helado iluminado por el sol. Esperaba encontrar Overland llenando una gran zona del cielo, pero se había encontrado que el planeta estaba escondido detrás de la hermosa capa de luz de color blanco diamante, inexplicable e imposible, a través de la cual los colores del arco iris corrían y danzaban en zigzagueantes líneas entrecortadas.

Mientras permanecía de pie en la baranda, transfigurado, se dio cuenta de que el increíble espectáculo se estaba desplazando hacia abajo a una velocidad constante.

Se dió vuelta y vió que Steenameert miraba detras de él con la boca abierta, con los ojos convertidos en discos blancos reflectantes, visiones en miniatura del fenómeno que le había hipnotizado.

—¡Te dije un cuarto de vuelta! —grito Toller—. Vigila la rotación.

—Lo siento, señor.

Steenameert se puso a actuar en seguida y el propulsor lateral instalado debajo de la barquilla en el lado de Toller comenzó a arrojar gas mezcla; de el salieron unos anillos de condensación que se dispersaron a través del gélido aire. El fluído del propulsor era débil, rápidamente absorbido por el vacio circundante, pero poco a poco logró el efecto pretendido y la nave espacial quedó en reposo, con su eje vertical paralelo al mar de fuego blanco.

—¿Que esta pasando ahí afuera? —la voz quejumbrosa de Tyre Kettoran saliendo del compartimento de pasajeros ayudó a Toller a abandonar su estado de trance.

—¡Eche un vistazo por la borda! —gritó en consideración al comisionado; luego se volvió a Steenameert— ¿Qué crees que es eso? ¿Hielo?

Steenameert asintió lentamente con la cabeza.

—Hielo es la única explicación que se me ocurre, pero…

—Pero… ¿de donde vino el agua? Siempre hay cierta cantidad de agua potable en las estaciones de defensa, pero no más de unos cuantos barriles —Toller se interrumpió al ocurrírsele una nueva idea—. Y ¿dónde están las estaciones, por cierto? Tenemos que intentar localizarlas ¿Habrán sido cubiertas por la…?

Su voz se quebró, al surgir montones de preguntas como ésa en su mente: ¿Qué grosor tenía el hielo? ¿A qué distancia estaba? ¿Qué tamaño tenía la enorme capa circular?

¿Qué espesor tendría?

Esta ultima pregunta de repente reverberó en su conciencia, excluvendo las otras. Hasta ese momento, estaba pasmado por el deslumbrante espectáculo que tenía enfrente, pero sin que le inspirase sensación alguna de peligro. Estaba asombrado, pero no asustado. Ahora, sin embargo, ciertos hechos de la física espacial comenzaron a cobrar importancia. Una importancia inquietante. Una importancia potencialmente letal

Sabía que la atmósfera que envolvía a los planetas hermanos tenía la forma de un reloj de arena, cuya cintura formaba un estrecho puente de aire, lugar por donde tenían que pasar las naves espaciales. Antiguos experimentos habían demostrado que las naves debían de mantenerse cerca del centro de ese puente; de otro modo el aire se volvía tan enrarecido que las tripulaciones podían asfixiarse. Principalmente a causa de la dificultad de hacer mediciones en esa región, había bastante incertidumbre sobre el espesor del centro de aire respirable, pero según las mejores estimaciones no tenía mas de ciento cincuenta kilómetros de diámetro.

El enigmático mar de hielo deslumbrante no presentaba ningún accidente visible debido a su radiación, y en ausencia de referencias espaciales, podía estar suspendido a una distancia de diez kilómetros, o veinte, o cuarenta, o… Toller no lograba encontrar la manera de averiguar la distancia, pero vio que abarcaba un tercio del hemisferio visual, y eso le dio una idea para realizar un cálculo elemental.

Sus labios se movían silenciosamente; contemplaba el disco rutilante mientras operaba con los números adecuados, y un frío que no tenía nada que ver con el inhóspito ambiente penetró en su cuerpo cuando llegó a una conclusión. Si el disco resultaba estar a unos noventa kilómetros, lo cual podía ocurrir fácilmente, entonces, por las inmutables leyes de las matemáticas, sería lo suficientemente grande como para bloquear el puente de aire entre Land y Overland…

—Señor, ¿a qué distancia cree que estamos del hielo? —la voz de Steenameert pareció provenir de otro universo.

—Esa es una excelente pregunta —dijo Toller sombríamente.

Cogiendo los prismáticos de una caja situada junto al puesto de mando, los dirigió hacia el disco; se esforzó por distinguir detalles, pero sólo pudo ver un campo resplandeciente de luz. El sol estaba ahora totalmente oculto, y propagaba su luz más uniformemente sobre el gran círculo, haciendo aún más difícil que antes el cálculo de la distancia. Toller se apartó de la baranda frotándose los ojos —para hacer desaparecer la imagen impresionada de su retina— y examinó el indicador de altura. La aguja estaba casi en la marca de gravedad cero.

—No se puede confiar mucho en esos aparatos, señor —comentó Steenameert, incapaz de evitar demostrar sus conocimientos—. Han sido calibrados en un laboratorio, sin tener en cuenta el efecto que producen las bajas temperaturas en sus muelles, y…

—Ahórrame las explicaciones —le cortó Toller—. Este es un asunto serio. Necesito saber el tamaño de esa… cosa.

—Se puede volar hacia allí y ver cómo se agranda.

Toller negó con la cabeza.

—Tengo una idea mejor. No pienso volver, a menos que todas las posibilidades queden anuladas. Por lo tanto, volaremos hacia el borde del circuito. Su diámetro exacto no es tan importante; lo que realmente nos interesa es saber si podremos evitar el obstáculo o no. ¿Quieres seguir en los controles?

—Será una valiosa experiencia, señor —replicó Steenameert—. ¿Qué ritmo necesita para el quemador?

Toller meditó, frunciendo el entrecejo, frustrado por el hecho de que no se hubiera inventado ningún indicador de velocidad útil para las naves espaciales. Un piloto experimentado podía tener una cierta idea de su velocidad por la laxitud de la cuerda de desgarre cuando la corona del globo se hundía con la resistencia del aire, pero el exceso de variables hacía imposible un cálculo exacto. No hubiera estado fuera de las posibilidades del ingenio de los kolkorroneses el desarrollar tal instrumento, pero nunca se había presentado la motivación. La función de las naves espaciales era ascender y descender de la superficie planetaria a la zona de ingravidez —un viaje que duraba aproximadamente unos cinco días de cada lado—, y la diferencia de unos pocos kilómetros por hora era irrelevante.

—Utiliza dos y seis —dijo Toller—. Consideraremos que estamos yendo a treinta kilómetros por hora y basaremos todas nuestras estimaciones de acuerdo con ello.

—Pero ¿cuál es la naturaleza de esa barrera? —dijo el comisionado Kettoran, por detrás de Toller.

Se había incorporado, aguantándose en el borde del tabique de mimbre con una mano y sosteniendo con la otra un edredón enrollado alrededor de su cuerpo. El primer impulso de Toller fue pedirle que se tumbase otra vez para lograr el completo descanso que le había sido prescrito por el médico de la base; pero luego se le ocurrió que en ausencia de gravedad no tenía importancia la posición que adoptase una persona enferma del corazón. Permitiendo que sus pensamientos se desviasen, se imaginó una nueva aplicación para el patético grupo de estaciones de defensa de la zona de ingravidez. Si se calentaban adecuadamente y se abastecían con aire suficiente, podrían prestar un servicio óptimo como centros de reposo a algunos enfermos. Incluso un lisiado podría…

—Te estoy hablando, joven Maraquine —dijo Kettoran quisquillosamente—. ¿Cuál es tu opinión sobre ese curioso objeto?

—Creo que es hielo.

—Pero… ¿de dónde habrá salido toda esa agua?

Toller se encogió de hombros.

—En el descenso nos encontramos con rocas e incluso fragmentos de metal que provenían de las estrellas… Quizás el vacío también contenga agua.

—Una explicación posible —gruñó Kettoran. Se encogió de hombros teatralmente, y su rostro alargado y solemne, ahora amoratado por el frío, desapareció lentamente cuando volvió a su nido de blandos edredones—. Es un augurio —añadió con voz amortiguada por detrás del tabique—. Reconozco un augurio en cuanto lo veo.

Toller asintió, sonriendo con escepticismo, y volvió a la baranda de la barquilla. Gritando los tiempos de funcionamiento de los distintos propulsores laterales ayudó a Steenameert a guiar la nave en un rumbo que la fue acercando con un ángulo desconocido hacia el borde occidental de la barrera de hielo. El propulsor principal rugía a un ritmo constante de dos-seis y Toller supo que la velocidad de la nave fácilmente podría ser la ya calculada de treinta kilómetros por hora; sin embargo el aspecto de la capa no se alteró apreciablemente con el paso del tiempo.

—Nuestro amigo el «augurio» parece un auténtico gigante —dijo Steenameert—. Tal vez tengamos dificultades para evitarlo.

Deseando poder contar con los simples instrumentos de navegación de que disponía hasta la más humilde de las aeronaves, Toller mantuvo la mirada fija en el borde oriental del gran círculo, anhelando que descendiese y evidenciase así que la nave avanzaba significativamente.

Estaba empezando a convencerse de que se apreciaba un cambio en el ángulo fatal, cuando la capa resplandeciente fue barrida por unas olas de colores centelleantes. Pasaron a una velocidad pasmosa, cruzando todo el disco en cuestión de segundos, silenciando el corazón de Toller con su mensaje de que estaban ocurriendo acontecimientos cósmicos, recordándole qué insignificantes eran los asuntos de la humanidad cuando se comparaban con la grandeza del universo. El sol, ya oculto por la pared de hielo, se estaba escondiendo progresivamente por detrás de Overland. En cuanto las bandas de color, creadas por la refracción de la luz del sol en la atmósfera de Overland, desaparecieron hacia el infinito, toda la luminosidad del disco comenzó a disminuir. La noche se estaba acercando a la zona de ingravidez.

Aquí, tan cerca del plano de referencia, los términos «noche» y «noche breve» ya no tenían ninguna importancia. Cada ciclo diurno estaba interrumpido por dos períodos de oscuridad de duración aproximadamente similar, y Toller sabía que pasarían cuatro horas antes de que el sol reapareciese. La pausa no podía haber llegado en momento más inoportuno.

—¿Señor?

Steenameert, que parecía una pirámide de ropas en la luz decreciente, no tuvo necesidad de hacer la pregunta completa.

—Sigue, pero reduce el ritmo a uno y seis —ordenó Toller—. Siempre podremos apagar del todo los propulsores si vemos que nos es imposible mantener nuestro rumbo. Y asegúrate de que el globo se mantenga bien hinchado.

Agradecido por la eficacia de Steenameert, Toller permaneció en la baranda observando el disco. La luz del sol aún era reflejada por Land —que ahora estaba justo debajo—, de modo que la pared de hielo seguía visible, y con el cambio de iluminación comenzó a ver rasgos de su estructura interna. Había un trazado de color violeta muy pálido, dispuesto como ríos que se divisaban hasta desaparecer, perdidos en reflejos distantes.

«Son como venas», pensó Toller. «Venas de un gigantesco ojo…»

A medida que Land fue envuelto por la sombra de Overland, el disco se fue oscureciendo hasta quedar casi totalmente negro, pero su borde se definía claramente sobre el fondo cósmico. El resto del cielo estaba ahora radiante, con su acostumbrada profusión de galaxias —unos remolinos resplandecientes cuyas formas iban desde el círculo a la más aplastada elipse—, además de informes franjas de luz, infinidad de estrellas, cometas y meteoros fugaces. Sobre aquel derroche de luminosidad, el disco se veía aún más misterioso que antes; un pozo indeterminado de oscuridad que no tenía derecho a existir en un universo racional.

Otorgando de vez en cuando un ligero movimiento pendular a la nave, Toller podía mirar hacia arriba para comprobar que se dirigía al borde occidental del disco. A medida que fueron transcurriendo las horas, el aire se fue enrareciendo progresivamente y se volvió menos beneficioso para los pulmones, señal de que la nave espacial ya estaba lejos del centro del invisible puente que unía los dos mundos. Aunque el comisionado Kettoran no expresó ninguna queja, su respiración se hizo claramente audible. Había diluido un poco de sal de fuego en agua dentro de una bolsa de pergamino, y se le podía oír cómo inhalaba a intervalos frecuentes.

Cuando al fin volvió la luz del día, anunciada por una claridad del borde occidental del disco, Toller descubrió que podía ver el borde sin necesidad de inclinar la nave. La perspectiva volvió; la geometría era de nuevo un arma útil.

—Estamos a poco más de un kilómetro del borde —anunció, para tranquilizar a Steenameert y Kettoran—. En pocos minutos podremos eludirlo y dirigirnos de nuevo al aire bueno.

—¡Ya era hora! —la cara encapuchada de Kettoran apareció por encima del tabique del compartimento de pasajeros—. ¿Cuánto nos hemos desviado?

—Habremos hecho unos cuarenta y cinco kilómetros de lado respecto al rumbo ideal — Toller miró a Steenameert y éste lo confirmó con la cabeza—, lo que significa que estamos ante un lago, o más bien un mar de hielo de unos noventa kilómetros de diámetro. Me cuesta dar crédito a lo que digo, y eso que lo estoy viendo con mis propios ojos. Nadie va a creernos en Prad.

—Puede que tengamos una confirmación.

—¿Por telescopio?

—Por tu amiga, la condesa Vantara —Kettoran se secó una gota de humedad de la punta de la nariz—. Su nave partió pocos días antes que la nuestra.

—Tiene razón, por supuesto… —Toller se sorprendió al comprender que se había olvidado de Vantara durante varias horas—. El hielo… la barrera… lo que sea, quizás ya estaba cuando ella pasó. Será algo que tendremos que confrontar con detalle.

Tras obtener un retazo inesperado de satisfacción ante la perspectiva de la discusión —una razón indiscutible para buscar a Vantara, dondequiera que estuviese—, Toller volvió a concentrarse en la tarea de conducir la nave fuera del disco. La maniobra en teoría no era difícil. Lo único que tenía que hacer era sobrepasar el borde occidental a poca distancia, llevar a cabo una sencilla inversión e iniciar el descenso por el aire más denso del centro del puente atmosférico.

Conservando a Steenameert a cargo de los mandos, permaneció en la baranda para tener un punto de vista más favorable y dar detalladas instrucciones sobre el manejo. La nave se movía muy despacio al ir acercándose al borde, probablemente a poco más que la velocidad de un hombre andando; pero después de varios minutos, a Toller le pareció que estaban tardando más de lo que esperaba en llegar al límite de la pared de hielo.

Repentinamente suspicaz, dirigió sus prismáticos hacia el borde. El sol estaba cerca del lugar al que apuntó, proyectando millones de agujas de radiación a sus ojos, lo que le dificultaba la visión; sin embargo, finalmente consiguió ver con claridad el límite del hielo. Ahora estaban a unos doscientos metros, y la imagen en los potentes gemelos aún le acercó más.

Toller emitió un gruñido de sorpresa: el borde de la capa de hielo estaba vivo.

En vez de lo que esperaba —agua congelada inerte—, había una especie de efervescencia cristalina. Prismas vítreos, puntas y prolongaciones, tan altos como hombres, brotaban en el borde con una rapidez sobrenatural. Iban ampliando el límite de la capa como humo empujado por el viento, cada uno penetrando en el aire géligo y resplandeciendo a la luz del sol durante un momento antes de ser alcanzado por otros y ser asimilado por la masa vítrea y centelleante.

Toller contempló atónito el fenómeno, extasiado, con su mente inundada por la inesperada e increíble belleza, y pareció pasar un buen rato hasta que le acudió un nuevo pensamiento coherente: el borde de la barrera se estaba desplazando casi a la misma velocidad que la nave…

—¡Aumenta la velocidad! —gritó a Steenameert, con una voz tensa por la crudeza del frío y la naturaleza hostil del aire enrarecido—. ¡De otra forma, no esperes ver tu casa nunca más!


El comisionado Kettoran —que casi parecía un hombre sano durante el paso por la zona de ingravidez— había sufrido un nuevo ataque unos pocos cientos de metros antes de llegar a la superficie de Overland. Estaba de pie en la baranda con Toller, señalando los rasgos conocidos del paisaje de abajo, y de repente tuvo que tumbarse, con los ojos alarmados y asustados, pareciendo una inteligencia atrapada dentro de una máquina que ya no respondía a las órdenes de su dueño. Toller lo había llevado a su nido de edredones, le había secado la espumosa saliva de las comisuras de la boca, y había extraído inmediatamente el luminógrafo de su estuche de cuero.

La deriva lateral había sido más acusada que de costumbre, llevando la nave unos diecisiete kilómetros al este de la ciudad de Prad; sin embargo el mensaje del luminógrafo había sido captado a tiempo. Un número considerable de carruajes y hombres montados, además de una elegante aeronave con los colores reales —gris y azul—, les estaba esperando en la zona de aterrizaje. Cinco minutos después de tocar tierra, el comisionado había sido transportado a la aeronave y enviado a una audiencia urgente con la reina Daseene, que lo aguardaba en los calurosos confines de su palacio.

Toller no tuvo la oportunidad de decirle algunas palabras tranquilizadoras, o siquiera despedirse de Kettoran, un hombre al que había llegado a considerar como un buen amigo a pesar de la diferencia de edad y posición. Al ver la aeronave empequeñecerse en la lejanía del cielo amarillento fue consciente de un sentimiento de culpa, y le costó un rato identificar la causa. Por supuesto, estaba muy preocupado por la salud del comisionado; pero al mismo tiempo —y eso no podía negarse— una parte de él estaba agradecida a la desgracia del anciano… que había llegado, como la respuesta a una oración, exactamente cuando él la necesitaba. Ninguna otra circunstancia que pudiera ocurrírsele le hubiera traído de vuelta a Overland y a la proximidad de Vantara en tan poco tiempo.

«¿Qué clase de monstruo soy?», pensó, escandalizado por su propio egoísmo. «Debo de ser el peor…»

La súbita introspección de Toller fue interrumpida por la visión de su padre y de Bartan Drumme descendiendo de un carruaje que acababa de llegar al lugar de aterrizaje. Los dos hombres iban ataviados con pantalones grises y tabardos de tres cuartos, con adornos triangulares de seda azul; las formales vestiduras sugerían que venían directamente de alguna reunión importante en la ciudad. Toller acudió a grandes zancadas al encuentro de su padre y lo abrazó, y luego estrechó la mano de Drumme.

—Verdaderamente, éste es un placer inesperado —dijo Cassyll Maraquine, y su pálido rostro triangular se rejuveneció con una sonrisa—. Es una tragedia lo del comisionado, desde luego, pero podemos suponer que los médicos de la corte (hoy en día toda una casta) le curarán en seguida. ¿Cómo estás, hijo?

—Estoy bien.

Toller miró a su padre durante un momento con esa satisfacción única que surge de la relación armoniosa, y después, cuando los extraños acontecimientos acudieron a su mente, desvió la mirada para incluir a Bartan en lo que iba a seguir. Este último era el único superviviente del legendario viaje a Farland, el planeta más lejano de sistema local, y era considerado como el principal experto y más profundo conocedor en temas astronómicos de todo Kolkorron.

—Padre, Bartan —dijo Toller—, ¿habéis estado observando el cielo en los últimos diez o veinte días? ¿Habéis notado algo fuera de lo normal?

Los dos hombres mayores intercambiaron cautelosas miradas de sorpresa.

—¿Te refieres al planeta azul? —dijo Bartan.

Toller frunció el entrecejo.

—¿El planeta azul? No, me refiero a una barrera, una pared… o un lago de hielo, llamadlo como queráis… que ha aparecido en el punto medio. Al menos tiene noventa kilómetros de diámetro, y se hace mayor a cada hora. ¿No ha sido observado desde tierra?

—No se ha observado nada fuera de lo común, pero no estoy seguro de que el telescopio de Glo se haya usado desde… Un momento… —Bartan se interrumpió y dirigió a Toller una mirada curiosa—. Oye, no puede haber hielo en la zona media, simplemente porque allí no hay agua. El aire es demasiado seco.

—Es hielo, o algún tipo de cristal. ¡Yo lo he visto!

El hecho de no ser creído no sorprendió o molestó excesivamente a Toller, pero le causó una cierta inquietud en los niveles inferiores de su conciencia. Había algo erróneo en el desarrollo de la conversación. No se estaba produciendo como debía…; pero algún factor, quizás una reticencia profundamente arraigada para enfrentar la realidad, estaba paralizando de momento sus esenciales procesos mentales.

Bartan le dirigió una sonrisa paciente.

—Quizás se ha producido alguna avería importante en las estaciones permanentes, quizás alguna explosión ha dispersado cristales de energía por una zona amplia. Pueden estar expandiéndose, combinándose y formando nubes de condensación, y ya sabemos que la condensación puede adquirir un aspecto muy sustancial, como masas de nieve o…

—La condesa Vantara… —interrumpió Toller con una sonrisa de aturdimiento, tratando de mantener firme la voz para disimular el temor que se había despertado en él al imaginar cierta posibilidad—. Ella hizo la travesía sólo nueve días antes que yo. ¿No ha informado de nada extraordinario?

—No sé de qué hablas, hijo —dijo Cassyll Maraquine, pronunciando las palabras que Toller temía en el fondo de su mente—. La tuya es la primera y única nave que ha vuelto de Land. No se sabe nada de la condesa Vantara desde que partió la expedición.