"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)

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Despertar entre tinieblas es siempre una sensación turbadora, sobre todo si estás acostumbrado a dormir de noche y levantarte de día.

Necesité un minuto largo para recordar dónde estaba, porque mi primer pensamiento fue que me hallaba en el hotel de Berna y me había desvelado a mitad de la noche. Una vez asumí que aquella oscuridad formaba parte de Tokio, donde aún no sabía qué había venido a hacer, necesité otros treinta segundos para encontrar mi reloj entre la ropa que había dejado caer al suelo.

21.18 era una hora algo extraña para empezar la vigilia, así que encendí la lámpara de lectura y me quedé un rato tumbado en la cama valorando mi grado de confusión. Finalmente salí de entre las sábanas y me metí en la minúscula ducha.

Mientras el agua caliente iba diluyendo mi sopor, pensé en lo que podía hacer hasta que aquel teléfono móvil diera señales de vida. ¿Y si no sonaba? En ese caso, el dinero se iría agotando mientras me hacía la pregunta de todo viajero atolondrado: ¿qué hago yo aquí?

Desde el plato de ducha podía oír, procedentes del pasillo, voces gritonas de occidentales que se disponían a salir aquella noche. Aunque no podía verlos, el tono me resultó tan antipático que para llevarles la contraria decidí quedarme a buen recaudo en la habitación.

Tras secarme con dos toallas, me puse un kimono de algodón que había encontrado cuidadosamente doblado sobre la cama. Me lo ceñí con un fino cinturón y, vestido de esta guisa, me senté en la cama y puse el televisor.

Unos minutos de zapping me sirvieron para constatar que en Japón se puede ver la misma basura -concursos de bailarines o cantantes, juegos de seducción, culebrones histriónicos- que en Estados Unidos, pero con la ventaja de que al menos no entendía lo que decían.

En una primera batida, lo más creativo de aquellos canales parecían ser los anuncios, que eran extremadamente dinámicos y coloristas.

Cuando me cansé de ver coreografías de ejecutivos para anunciar un tubo de wasabi -rábano picante-, me fijé que junto al aparato había una tarjeta de plástico más fina que la que servía de llave. Llevaba una inscripción en inglés donde decía que era una promoción gratuita para ver durante una hora el canal erótico.

Ejerciendo de soltero, introduje la tarjeta en la ranura del televisor y seleccioné el canal destinado a esos contenidos.

Lo primero que salió fue una escena campestre de lo más bucólica: varias campesinas ataviadas con ropas tradicionales recolectaban arroz inclinándose graciosamente sobre el cereal, mientras un capataz seboso estudiaba sus traseros con lascivia. Tras unos momentos de duda, finalmente se acercaba a una de las trabajadoras y le susurraba algo al oído. Ésta parecía muy sorprendida con el mensaje, pero le acompañaba dando pequeños saltitos hasta el interior de un granero. Una vez allí, la imaginación del guionista debía de haberse agotado, porque la campesina empezó a desnudarse como si momentos antes no hubiera estado recogiendo arroz, sino en un baile agarrado que la hubiera puesto a tono. El capataz se desnudaba a toda velocidad emitiendo frases entrecortadas, como si el deseo le quemara por dentro.

Me llamó la atención que el sexo de uno y otro estaban velados por un filtro localizado. Justo cuando el capataz se lanzaba como un animal sobre la campesina, un timbre largo y agudo me hizo saltar el corazón.

Primero pensé que había saltado la alarma antiincendios, pero al segundo timbrazo me di cuenta de que era el teléfono móvil. De repente me asaltó una vergüenza irracional, como si la persona que telefoneaba hubiera sabido lo que estaba viendo y llamara para reprenderme.

En el monitor del móvil no se reflejaba ningún número, sólo signos que eran incomprensibles para mí. Apagué el televisor antes de pulsar la tecla para hablar, justo después de la tercera llamada. Dije algo como: «¿Hola?».

Pero nadie respondió.

Volví a intentarlo por si no me habían oído, pero al otro lado sólo encontré silencio.

Colgué con la seguridad de que, quienquiera que hubiese llamado, lo había hecho con el único fin de saber si estaba yo allí. También, a su modo, me comunicaba que él estaba presente y me reclamaría en el momento menos pensado.