"El Cuarto Reino" - читать интересную книгу автора (Miralles Francesc)4Después de aquello ya no podía estar tranquilo, así que me vestí y me dispuse a salir como si la habitación de repente se hubiera convertido en una trampa. Me enfundé un abrigo sobre la americana por si refrescaba y, con la guía en el bolsillo, caminé hasta la parada del metro más cercana -Inaricho- con la decisión de quien sabe adonde va, aunque no fuera mi caso. Tras bajar las escaleras y comprar un billete en una máquina automática, me quedé hipnotizado ante un plano del metro de Tokio. Había cientos de paradas repartidas en caprichosos nudos ferroviarios, que se enroscaban entre sí formando un inmenso lío de líneas y colores. Sabedor de que sería difícil encontrar a alguien que hablara inglés para orientarme, decidí entrar en el primer metro que se detuvo y ver lo que pasaba. Antes de sentarme, estudié la línea que había tomado, la cual era amarilla y se llamaba Ginza. Había acertado el sentido por puro azar y me dirigía hacia el centro, si es que algo así existía allí. De hecho, había leído que Roland Barthes decía algo así como que Tokio es una ciudad monstruosa cuyo centro es el vacío. No era extraño, dado el sentido práctico de los japoneses, pues los taoístas ya decían que nada es más útil que el vacío. Para celebrar esa idea me senté en el espacio entre dos ejecutivos que dormían pesadamente con la cabeza hacia delante. El banco de enfrente estaba copado por muchachas altamente glamorosas, aunque sus peinados verticales recordaban a los de las actrices de los años sesenta. Los vestidos y zapatos eran de primeras marcas. Al parecer, allí el jueves por la noche también era propicio para ir a fiestas. No me gustaba la idea de pasear mi soledad por una ciudad absolutamente desconocida e incomprensible para mí, pero prefería eso a angustiarme en la habitación a la espera de la dichosa llamada que lo pondría todo en marcha. Siguiendo la sugerencia de la guía para una primera salida nocturna por Tokio, en la parada de Ginza cambié la línea a la que daba nombre por la gris Hibiya. Cinco paradas después desembarqué en Roppongi, meca de los Al emerger nuevamente a la superficie me encontré en un cruce de avenidas generosamente provistas de neón, además de varias pantallas gigantes con anuncios de música trepidante. Las aceras estaban a rebosar de grupitos de hombres ligeramente borrachos, que se detenían ante los locales como si dudaran de cuál de ellos obtendrían más diversión por sus yenes. Prácticamente me dejé empujar hasta una sala de juegos, donde una muchedumbre de oficinistas estaban frente a una máquina llena de pelotas de colores. Aquello se llamaba Tal vez por efecto del Finalmente decidí entrar en un bar llamado Moshi-Moshi, que estaba en el noveno piso de un rascacielos feo y funcional. A diferencia de otras ciudades, buena parte de las tiendas y restaurantes de Tokio están repartidos por las distintas plantas de los edificios, probablemente porque el nivel de calle no basta para saciar el afán consumista de 20 millones de almas. El Moshi-Moshi resultó ser poco más que una barra de paredes negras con el póster de un zorro realizando un viaje sideral. Tomé asiento en uno de los taburetes y pedí una cerveza a un camarero con la expresión y el peinado de un samurai. Pagué algo más de siete dólares por una lata de 33 el que aterrizó sobre la barra sin un mal vaso para llevármela a la boca. Por los altavoces sonaba una canción de The Cure. Mientras abría la lata, que empezó a expulsar espuma como un surtidor -debía de estar removida-, me giré hacia un grupo de adolescentes japonesas que se habían arremolinado en torno a la única mesa del local. Tomaban vasitos de licor entre enormes carcajadas; probablemente estaban metidas en algún juego que hacía beber a las perdedoras. Cuando volví la mirada a la barra, advertí que a mi lado se había sentado un – ¿Cómo va la noche? Di un trago a la cerveza antes de decidir si respondía con un conciso «Ok» o le daba un poco más de juego. A fin de cuentas no tenía sueño ni nada especial que hacer, aparte de beber cerveza y mirar aquel póster kitch. Pero él ya había decidido establecer la clásica camaradería entre yanquis, siempre dispuestos a cuestionar cualquier universo que no sea el suyo. – – ¿Cómo? -repuse sin entender por qué había mencionado el nombre del bar. – ¿Eres nuevo aquí, verdad? – ¿Por qué lo dice? -repliqué molesto. – Tienes toda la pinta. Al verte me he dicho: a éste lo han sacado de su terruño americano con una grúa y lo han dejado caer aquí tal cual. ¿Buscas colegialas? -aquel tipo me resultaba francamente repugnante, y lo peor de todo era que no tenía intención de callar-. En Japón eso es toda una industria, ¿sabes? -prosiguió-. Llevo diez años trabajando de profesor en el área de Shinjuku y lo veo cada día. Los ejecutivos se acercan a los institutos para comprar bragas usadas. Las venden en tiendas con certificado de autenticidad, pero son mucho más caras si las compran frescas. Hay filas enteras de colegialas esperando clientes. Por diez mil yenes se las sacan y vuelven a casa sin ellas. -Bebí media cerveza de un trago sin decir nada-. Luego está todo ese rollo de las muñecas -dijo-. Las han hecho tan sofisticadas que muchos hombres la sacan al parque como si pasearan a su novia. Se sientan en un banco y charlan sin que a nadie le parezca raro. ¿No te has fijado en que el metro está lleno de señores respetables que leen revistas porno? ¡Les importa un pimiento! Volviendo a lo de las muñecas, cuando llevan varios meses «saliendo» con una, de repente compran otra y se van con ella al parque, dejando a la primera en casa. Esto tiene sus ventajas, porque luego cuando regresan hay reconciliación y lo pasan la mar de bien. Entonces es la segunda la que se pone celosa. Es el cuento de nunca acabar. – Ni que lo digas -repuse terminando de un trago la cerveza antes de levantarme y salir del bar. – Me gusta este lugar -siguió-. Hay muñecas jóvenes de carne y hueso. Sólo hay que esperar a que llenen el depósito de carburante. Luego corren a buscar al macho occidental. Por cierto, ¿sabes lo que significa |
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